viernes, 29 de abril de 2016

TRABAJA EN CONOCERTE

Ningún vínculo constructivo con los demás se puede establecer y fortalecer si no se apoya en una buena relación de cada uno consigo mismo. Y este concepto no es más que la mejor expresión de la necesaria cuota de sano egoísmo.

Un camino cuyo último paso coincidirá con la autorrealización, y cuyo primer paso no puede ser otro que el de conocerse, saberse, descubrirse...

• Des-cubrirse, es decir, quitar la cobertura que me impide verme.

de
• Animarme a dejar de lado las máscaras.

• Mostrarme ante mí y ante los demás tal como soy.

• Asumir la responsabilidad de todo lo que soy; que incluye todo lo que hago y todo lo que digo.

Conocernos es el primer paso si pretendemos dejar de pedirles a los otros que sean observadores de nuestra vida.

Conocernos consiste en tomarnos el tiempo de mirarnos interiormente, conectar con lo que creemos, con lo que pensamos, con lo que sentimos y con lo que somos, más allá de todo lo que a otros les gustaría.

Conocernos es empezar por el principio. Por la primera de aquellas tres preguntas existenciales que acompañan al hombre desde los tiempos más lejanos y que aparecen en todas y cada una de las culturas ancestrales:

¿Quién soy?

¿Adónde voy?

¿Con quién?

Tres preguntas que, como siempre digo, deben ser contestadas en ese riguroso orden, aunque sólo sea para impedir que sea mi rumbo el que determine quién soy y acabe volviéndome esclavo de mi camino. Tres preguntas que, respondidas en orden, una y otra vez, alcanzarán para evitar que mi compañera o compañero de ruta se crean con el derecho o la responsabilidad de decidir por mí el camino que seguir.

Un cuento algo kafkiano nos ayudará en este punto a reírnos de nosotros mismos.

Un hombre viaja en metro.

Está pensando en el trabajo que le espera en la oficina.
De repente alza la vista y le parece que otro hombre en el asiento de enfrente lo mira fijamente.

En su abstracción, ni siquiera nota que lo que ve es solamente su imagen reflejada en un espejo.

—¿De qué conozco a este tipo? —se pregunta al notar que su rostro le es familiar.

Vuelve a mirar y la imagen, como es obvio, le devuelve la sonrisa.

—Y él también me conoce —se dice en silencio.

Por más que intenta dejar de pensar en esa imagen de la cara familiar, no consigue alejarla de su mente.

El hombre llega a su destino y, antes de ponerse de pie para bajar del tren, saluda a su supuesto compañero de viaje con un gesto que, como no podía ser de otra manera, el otro devuelve inmediatamente.

En su trabajo, no puede dejar de preguntarse:

—¿De qué conozco yo a ese tipo?

Cómo le gustaría tener una fotografía de ese hombre para poder mostrársela a sus compañeros. Quizás alguno de ellos podría ayudarle a identificarlo...

Al finalizar su jornada decide caminar hasta casa para darse el tiempo de buscar en su memoria.

Una hora más tarde entra en su apartamento, todavía sin respuesta. Se ducha, cena, mira la televisión; pero no puede prestar atención.

—¿Dónde he visto a ese hombre? —se pregunta todavía al acostarse.

A la mañana siguiente se despierta con una sonrisa...

—Ya sé —dice en voz alta, sentándose de golpe en la cama y golpeándose la frente con la palma de su mano—. ¿Cómo no me di cuenta antes?

Ha resuelto el problema que lo tenía preocupado.

—¡Lo conozco de la peluquería...!

Si no empezamos por conocernos será imposible saber quiénes somos, reconocernos en nuestros actos y hacernos responsables de cada uno de ellos. Nunca sabremos con claridad cuál es el límite entre el adentro y el afuera.

Si es cierto que queremos conocernos, debemos aprender a mirarnos con valentía, decidiendo simplemente ser, aun a riesgo de perdernos por un rato.

Sólo así podremos lograr que sea nada más que lo interior lo que nos defina. Una tarea de por sí difícil, sobre todo si uno pretende afrontarla sin aislarse de los demás, sin renunciar a sus grupos de pertenencia social, familiar o laboral. Y que quede claro que esto no significa ignorar a los demás ni volverse sordo a sus opiniones, entre otras cosas porque sé que necesitamos de sus miradas para completar nuestra percepción de nosotros mismos, para ver todos esos aspectos que se ocultan en puntos ciegos a nuestra mirada; significa no condenarnos a andar por el mundo preguntando a los demás quiénes somos o cómo deberíamos ser.

¿No deberíamos anticipar lo social a lo individual?

Ahora, y aun a riesgo de ser acusado (una vez más) de individualista, sigo sosteniendo que al objetivo del bienestar común le vendría muy bien que cada uno empezara por ocuparse de su propio desarrollo, aunque sólo sea para ayudar de la forma más apropiada, justa y eficaz al prójimo.

Durante la semana el niño había perseguido literalmente al padre por toda la casa con su tablero de parchís debajo del brazo. Quería que el hombre se sentara con él a cumplir su promesa de jugar una partida para estrenar el nuevo tablero que le habían regalado para su cumpleaños.

—Ahora no puedo, Huguito —le había dicho el padre más de una vez—, tendremos que esperar al fin de semana...

Por eso el sábado, apenas se levantó, Hugo vio a su padre sentado en el escritorio, y corrió a su cuarto a buscar el tablero todavía sin estrenar.

—Hoy es fin de semana, ¿no, papi? —preguntó el pequeño.

—Sí, hijito —reconoció el padre—, pero ahora tengo que terminar un trabajo atrasado. Pídele a tu madre que juegue contigo...

—No, no —protestó la pulga de seis añitos—. Tú me prometiste...

—Es verdad. Pero en este momento tengo otras cosas más urgentes que atender...

—¿Y cuándo vas a terminar de atender esas cosas?

—Dentro de dos horas —dijo el padre exagerando, con la intención de desanimarlo.

—¡Buf!... —dijo el niño, y dándose la vuelta salió de la habitación.

La aguja grande había alcanzado a la pequeña justo cuando ésta llegaba al número 12, y eso, según le dijo su madre, significaba que habían pasado exactamente dos horas.

—¿Jugamos ahora, papi?

—No, hijo. Lo siento. Todavía no he terminado con mis cosas...

—Pero tú me dijiste dentro de dos horas... Eso es mentir.

—No seas así, Huguito, tengo trabajo pendiente.

El niño ya empezaba a dejar escapar un par de lágrimas, cuando su padre tuvo una idea. Cogió de su escritorio una revista que mostraba en la tapa un colorido mapa del mundo con división política.

—Mira, hijito, te voy a proponer un juego —le dijo, mien— tras arrancaba la hoja y buscaba en el cajón de su escritorio un par de tijeras.

El hombre hizo varios cortes, transformando la hoja en un montón de papeles de forma irregular.

—Esto es un rompecabezas... Un puzle, como lo llamas tú. El juego consiste en montar el mapa del mundo poniendo cada país en su sitio —dijo el padre—. Cuando termines de montar el mundo, jugaremos al parchís.

El padre sabía que, sin tener idea de cómo era el planisferio, el niño tardaría más de una hora en montarlo y que eso los llevaría hasta el almuerzo. Después de su siesta, quizá podría finalmente sentarse a jugar con su hijo, como le había prometido.

Otra vez resoplando, pero intuyendo que si no aceptaba esas condiciones no habría parchís, el jovencito cogió los papeles que su padre le daba y se fue a su cuarto.

Pasaron cinco minutos, quizá seis, cuando Huguito entró en la habitación con el mapa del mundo perfectamente montado.

Cada país en su sitio y toda la hoja pegada con cinta adhesiva.

—Ya está, papi. ¿Ahora vamos a jugar al parchís?

El padre sonrió, confuso.

—Pero ¿cómo lo has hecho? —preguntó examinando el perfecto resultado—. Si tú nunca has visto un mapa del mundo, ¿cómo lo has montado tan rápido?

—No, papi... Yo nunca había visto un mapa del mundo como éste... Cuando lo recortaste yo ví que en el otro lado de la hoja había una foto de un hombre. Entonces, al llegar a mi cuarto, di la vuelta a los papelitos y coloqué las partes del señor, una al lado de la otra. Fue fácil. Cuando terminé de acomodar al hombre, el mundo se acomodó solo.

Puede que sea una deformación profesional, pero después de tantos años estoy convencido de que solamente trabajando con los individuos será posible que se dé el cambio que queremos para el mundo.

Será por una deformación profesional, pero me pasa con demasiada frecuencia, tanto hablando con un paciente en mi consulta como contestando a las preguntas de un reportaje; sin darme cuenta, me sorprendo hablando de todos cuando yo sólo quería hablar de cada uno. Quizá sea la demostración de que no hay diferencia entre todos y cada uno.

Será por una deformación profesional, pero después de tantos años sigo creyendo que solamente sabiendo quiénes somos podremos empezar el trabajo de ser mejores para nosotros mismos y para la humanidad.
 
 
—Jorge Bucay—

EL ELEFANTE ENCADENADO

¿Y tú ya lo volviste a intentar?
 
 
—No puedo —le dije— ¡NO PUEDO!
—¿Seguro? —me preguntó el gordo.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de consultorio, se sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa que hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente), me dijo:
—¿Me permites que te cuente algo?
Y mi silencio fue suficiente respuesta.
 
Jorge empezó a contar:
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante.
Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal… pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
 
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
 
El misterio es evidente:
¿Qué lo mantiene entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a alguna tía por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: —Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
 
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca… y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca.
 
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo.
La estaca era ciertamente muy fuerte para él.
Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía…
Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
 
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no escapa porque cree —pobre— que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro.
 
Jamás… jamás… intentó poner a prueba su fuerza otra vez…
 
—Y así es, Demián. Todos somos un poco como ese elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
 
Vivimos creyendo que un montón de cosas «no podemos» simplemente porque alguna vez, antes, cuando éramos chiquitos, alguna vez, probamos y no pudimos.
Hicimos, entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro recuerdo:
NO PUEDO… NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ.
  
Hemos crecido portando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar.
 
Cuando mucho, de vez en cuando sentimos los grilletes, hacemos sonar las cadenas o miramos de reojo la estaca y confirmamos el estigma:
¡NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ!
 
Jorge hizo una larga pausa; luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió:
Esto es lo que te pasa, Demián, vives condicionado por el recuerdo de que otro Demián, que ya no es, no pudo.
 
Tu única manera de saber, es intentar de nuevo poniendo en el intento todo tu corazón…

…TODO TU CORAZÓN.
 
 
—Jorge Bucay—

miércoles, 13 de abril de 2016

¡ALGO NOS ESTÁ PASANDO!

¿MAL DE ÉPOCA ? ALGUNOS SÍNTOMAS DE AQUÍ Y ALLÁ

01. Incumplimiento de compromisos personales asumidos: prometemos y nos olvidamos.

02. Faltar a la palabra empeñada, no por mala voluntad, sino por olvido.

03. Sensación de que el tiempo se acelera y nos va llevando sin control.

04. Rodeados de recursos de comunicación, vivir mas incomunicados con los afectos.

05. Fugacidad y funcionalidad en las relaciones: nos usamos y nos abandonamos.

06. Síntomas de un malestar difícil de definir y que genera expresiones de malhumor.

07. Intolerancia, reacciones, contestaciones bruscas, agresiones, malentendidos.

08. Según los estados de ánimos, atender o ignorar al otro, saludar o ningunear.

09. Encierros sistemáticos en el ámbito de la vida privada a los que no se accede sin anuncios.

10. Circulación agresiva por las calles de la ciudad: el otro (auto o peatón) me incomoda.

11. Falta de tolerancia al otro, a los otros: esperar, compartir, entender situaciones.

12. No contestar los mails, no devolver llamados, no aceptar ni proponer encuentros.

13. Clima de intolerancia y discusión ante opiniones diversas y pensamientos distintos.

14. Exigencia arbitraria de los propios derechos desconociendo los deberes.

15. Desconocimiento de los derechos de los demás: deben luchar para que se los respeten.

16. No asumir las responsabilidades privativas del propio rol o función (laboral, familiar, público).

17. Dificultades para armar conversaciones coherentes y argumentaciones pertinentes.

18. Ignorar y borrar a quienes han representado una ayuda importante en la propia vida.

19. Falta de memoria: lo dicho, lo prometido, lo comentado, lo acordado, lo adeudado.

20. Entusiasmos acelerados, desánimos veloces, olvido rápido: y en el medio, los otros.

21. Multiplicar excusa - en todas las edades – para no hacer lo que cada uno debe hacer.

22. Justificación personal y a medias de las propias debilidades y los propios errores.

23. Generoso y amplio para uno mismo, mezquino y legalista para los demás.

24. Convertir cualquier lugar social o de trabajo (función) en un lugar de poder.

25. Los únicos problemas que interesan y valen son los problemas propios, personales.

26. Nadie puede interponerse ante los propios planes, proyectos, intenciones.

27. Si alguien no está con nosotros es porque está con el enemigo.

28. Palabras, expresiones, gestos o actitudes generan una cadena de malentendidos.

29. Los bandos opuestos son irreconciliables y nunca tienen perdón o redención. 

30. Sensación de que se camina, se avanza, se corre pero no sabe hacia dónde y por qué.

No todos padecen TODO, pero todos padecemos ALGUNOS que se combinan entre sí y que se comprueba en reuniones, rostros, contestaciones, ausencias, trabajos, vida familiar o festejos. Por ejemplo: 10 – 14 – 25 – 18 – 26 – 21. Es un buen ejercicio ponerle NÚMEROS a lo que nos pasa…
 
 
—Jorge Eduardo Noro

miércoles, 6 de abril de 2016

ANTES DE CUALQUIER ETIQUETA

Han logrado atraparme, encerrarme dentro de una jaula, en una casa, en una ciudad, en un estado, en un país, bajo un gobierno y unas leyes. Encerrado entre las fronteras, atrapado quizá por mi propia respiración.

Me han amarrado con cadenas invisibles de creencias en necesidades: el dinero, el deseo de poseer; por la
terrible creencia de necesitar siempre más.

La soledad; excelente y fiel amiga y maestra, la cual no logro disfrutar plenamente por la creencia en la necesidad de alguien a mi lado para ser feliz.

La luz, el gas, el teléfono, el coche y todas aquellas cosas que creo que necesito, pero que en realidad son sólo medios para llegar a un
fin.

Desgraciadamente me he acostumbrado a todo esto por tantos años de depender, y no es fácil liberarse. Pero hoy comienzo el camino, el camino de aprender a no desear, a no depender, a no esperar nada de nadie, el camino de la libertad... pero, mientras
tanto, sigo atrapado, encadenado, marchito.
 
Antes que jugar cualquier papel en la sociedad y antes de cualquier etiqueta... Soy un ser humano, que siente, que llora, que ríe y que debe seguir buscándose a sí mismo.
 

—Dante Humberto Jorge Iván Odin Dupeyron—