jueves, 31 de diciembre de 2015

MENSAJE DE FIN DE AÑO

Amigos seguidores de Conciencia Social Córdoba:

Al aproximarse el fin de un año en el que, me permitieron entrar en sus vidas a través de nuestras publicaciones y hemos compartido reflexiones y alegrías, me es muy grato dirigirme a ustedes.

Hubiera querido hacerlo individualmente, con cada uno: me hubiera gustado darles un muy cordial abrazo fraterno ya que mis dedos no funcionan para un buen apretón de manos también. Decirles personalmente que han cumplido uno de mis sueños más grandes: generar un poco de conocimiento que un ser tiene de sí mismo y de su entorno, pero también de la moral que un buen ciudadano pudiere ofrecer.

Gracias a su dedicación y empeño en leernos y brindarnos un like en nuestra página de Facebook o un +1 en Google + y nuestro Blogger día a día crecemos y continuamos a la vanguardia; que no importa donde estén, sea en México, en cualquier país de latinoamérica o del resto del mundo de habla hispana, siempre se encuentran muy cerca de nosotros.

Este mensaje pretende sustituir el contacto muy particular que hubiera deseado tener con cada uno de ustedes. Y aunque las palabras no pueden con frecuencia revelar el contenido cabal, las emociones completas de quien las pronuncia, quiero expresar mis más fervientes deseos para que en estas fiestas de fin de año disfruten de paz, de tranquilidad y de éxito, en compañía de sus familiares y amigos.

Hago los votos más sinceros para que el espíritu de los deseos más positivos se traduzca en vínculos más estrechos entre todos los que formamos esta comunidad virtual; para que nos dé un nuevo optimismo y más alegría de vivir, y para que nos prepare para encarar con entusiasmo las empresas que nos esperan en el futuro.
Creo que en estos días, en el calor de nuestros hogares y entre el cariño de nuestros seres queridos, justamente podemos sentir que hemos cumplido: con nuestro país, con nuestro movimiento, con nosotros mismos. Esto nos debe servir de aliento para seguir adelante en 2016; para hacer de los próximos doce meses una nueva etapa de superación y de entrega decidida. Si lo hacemos con esfuerzo y dedicación, el próximo año será rico en satisfacciones y en estímulos.

Les deseo, pues, de todo corazón, felicidad y paz en esta última noche de 2015. Y les ruego que hagan extensivos mis parabienes a todos sus familiares y amigos. Para todos, un abrazo cordial, y mis mejores y más auténticos votos para un próspero año nuevo: un dichoso 2016.

Atte. Christian Alberto Hernández Vargas
Servidor y Amigo.

martes, 22 de diciembre de 2015

LA ENSEÑANZA DEL MIEDO (ESTADISTICAS, ENCUESTAS, HISTORIAS. REPETITIVAS A LO LARGO DEL TIEMPO)

En un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, hay cada vez más gente que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad. En las calles de las
ciudades, se celebran las ceremonias. Cada vez que un delincuente cae acribillado, la sociedad siente alivio ante la enfermedad que la acosa.

La muerte de cada malviviente surte efectos farmacéuticos sobre los bienvivientes. La palabra farmacia viene de phármakos, que era el nombre que daban los griegos a las víctimas humanas de los
sacrificios ofrendados a los dioses en tiempos de crisis.

El gran peligro del fin de siglo
A mediados de 1982, ocurrió en Río de Janeiro un hecho de rutina: la policía mató a un sospechoso de hurto. La bala entró por la espalda, como suele ocurrir cuando los agentes de la ley matan en defensa propia, y el asunto fue archivado. En su informe, el jefe explicó que el sospechoso era un «verdadero microbio social», que había sido «absuelto, en este planeta, por su muerte». Los diarios, las radios y la televisión de Brasil frecuentemente definen a los delincuentes con un vocabulario que proviene de la medicina y de la zoología: virus, cáncer, infección social, animales, alimañas, insectos, fieras salvajes y también pequeñas fieras cuando se trata de niños. Los aludidos son siempre pobres.

Cuando no lo son, la noticia merece la primera página: «Joven que murió robando», era de clase media, tituló el diario Folha do Sao Paulo, en su edición del 25 de octubre de 1995.

Sin contar a las numerosas víctimas de los grupos parapoliciales, en 1992 la policía del estado de San Pablo mató oficialmente a cuatro personas por día, lo que al cabo del año dio un total cuatro veces mayor que todos los muertos de la dictadura militar que reinó en Brasil durante quince años. A fines del 95, se otorgó aumento de sueldo a los policías de Río de Janeiro que actuaran con «valentía y arrojo». Ese aumento se tradujo de inmediato
en otro aumento: se multiplicó la cantidad de presuntos delincuentes acribillados a tiros.

«No son ciudadanos, son bandidos», explica el general Nilton Cerqueira, estrella de la represión en la dictadura militar y actual responsable de la seguridad pública en Río. Él siempre ha creído que un buen soldado y un buen policía disparan primero y preguntan después.
Las fuerzas armadas latinoamericanas habían cambiado de orientación, a partir del terremoto de la revolución cubana en 1959. De la defensa de las fronteras de cada país, que era su tarea tradicional, habían pasado a ocuparse del enemigo interno, la sublevación guerrillera y sus múltiples incubadoras, porque así lo exigía la defensa del mundo libre y del orden democrático. Inspirados por esos propósitos, los militares acabaron con la libertad y con la democracia en muchos países. Sólo en cuatro años, entre 1962 y 1966, hubo nueve golpes de estado en América latina; y en los años siguientes, los hombres de
uniforme siguieron derribando gobiernos civiles y masacrando gente, según mandaba el catecismo de la doctrina de la seguridad nacional.

Ha pasado el tiempo, el orden civil se ha restablecido. El enemigo sigue siendo interno, pero ya no es el que era. Las fuerzas armadas están empezando a participar en la lucha contra los llamados delincuentes comunes. La doctrina de la seguridad nacional está siendo desplazada por la histeria de la seguridad pública. Por regla general, a los militares no les gusta ni un poquito que los rebajen a la categoría de meros policías; pero la realidad exige.
 
 
El miedo global
Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo de caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares, los militares tienen miedo a la falta de armas, las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir.
 
 
Hasta hace unos treinta años, el orden había tenido enemigos de todos los colores, desde el rosa pálido hasta el rojo fuego. La actividad de los ladrones de gallinas y de los navajeros de suburbios no atraía más que a los lectores de las páginas policiales, a los devoradores de truculencias y a los expertos en criminología. Ahora, en cambio, la llamada delincuencia común es una obsesión universal. El delito se ha democratizado, y ya está al
alcance de cualquiera: lo ejercen muchos, lo padecen todos. Tamaño peligro constituye la fuente más fecunda de inspiración para los políticos y los periodistas que, a grito pelado, exigen mano dura y pena de muerte; y también ayuda al éxito civil de algunos jefes militares. El pánico colectivo, que identifica a la democracia con el caos y la inseguridad, es una de las explicaciones posibles para la buena fortuna de las campañas políticas de algunos generales latinoamericanos.

Hasta hace pocos años, esos militares habían ejercido dictaduras sangrientas, o habían participado en ellas como protagonistas de primer plano, pero después se metieron en la contienda democrática con sorprendente eco popular. El general Ríos Montt, ángel exterminador de los indígenas de Guatemala, encabezaba las encuestas cuando se prohibió su candidatura presidencial, y lo mismo ocurrió con el general Oviedo en Paraguay. El general Bussi, que mientras mataba sospechosos depositaba en los bancos suizos el sudor de su frente, fue electo y reelecto gobernador de la provincia argentina de Tucumán; y otro asesino uniformado, el general Banzer, fue recompensado con la presidencia de Bolivia.

Los técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, capaces de traducir en dinero la vida y la muerte, calculan que América latina pierde cada año 168 mil millones de dólares por el auge del delito. Estamos ganando el campeonato mundial del crimen. Los
homicidios latinoamericanos superan en seis veces el promedio mundial. Si la economía creciera al ritmo que crece el crimen, seríamos los más prósperos del planeta.

¿Paz en El Salvador? ¿Qué paz? Al ritmo de un asesinato por hora, El Salvador está duplicando la violencia de los peores años de la guerra.
La industria del secuestro es la más lucrativa en Colombia, Brasil y México. En nuestras grandes ciudades, ninguna persona puede considerarse normal si no ha sufrido, al menos, una tentativa de robo.
Hay cinco veces más asesinatos en Río de Janeiro que en Nueva York.
Bogotá es la capital de la violencia, Medellín es la ciudad de las viudas. Los policías de élite, miembros de los grupos especiales, han empezado a patrullar las calles de algunas ciudades latinoamericanas: están equipados, de la cabeza a los pies, para la tercera guerra mundial. Llevan visor nocturno de infrarrojos, audífono, micrófono y chaleco antibalas; en la cintura cargan cápsulas de agresivos químicos y municiones; un fusil ametralladora en la mano y una pistola en el muslo.
 
 
América latina, paisajes típicos.
Los estados dejan de ser empresarios y se dedican a ser policías.
Los presidentes se convierten en gerentes de empresas ajenas.
Los ministros de Economía son buenos traductores.
Los industriales se convierten en importadores.
Los más dependen cada vez más de las sobras de los menos.
Los trabajadores pierden sus trabajos.
Los campesinos pierden sus tierritas.
Los niños pierden su infancia.
Los jóvenes pierden las ganas de creer.
Los viejos pierden su jubilación.
La vida es una lotería, opinan los que ganan.
 
 
En Colombia, de cada cien crímenes, noventa y siete quedan impunes. Parecida es la proporción de impunidad de los suburbios de Buenos Aires, donde hasta hace poco tiempo, la policía dedicaba sus mejores energías a ejercer la delincuencia y a fusilar jóvenes: desde la restauración de la democracia en 1983, hasta mediados del 97, la policía había fusilado a 314 muchachos de aspecto sospechoso. A fines del 97, en plena reorganización policial, la prensa informó que había cinco mil uniformados que cobraban sueldo, pero nadie sabía
qué hacían, ni dónde estaban.
Al mismo tiempo, las encuestas revelaban el descrédito de las fuerzas del orden en el Río de la Plata: poquitos eran los argentinos y los uruguayos dispuestos a recurrir a la policía ante cualquier problema grave.
Seis de cada diez uruguayos aprobaban la justicia por mano propia, y unos cuantos se afiliaban al Club de
Tiro.

En los Estados Unidos, cuatro de cada diez ciudadanos reconocen, en los sondeos de opinión, que han alterado sus rutinas de vida por causa de la criminalidad y, al sur del Río Bravo, se habla de robos y de asaltos tanto como del fútbol o del tiempo.

La industria de la opinión pública echa leña a la hoguera, y mucho contribuye a convertir la seguridad pública en manía pública; pero hay que reconocer que la realidad es la que más ayuda. Y la realidad dice que la violencia crece todavía más de lo que las estadísticas confiesan.

En muchos países, la gente no hace las denuncias, porque no cree en la policía, o le teme.

El periodista uruguayo llama superbandas a las bandas autoras de los asaltos espectaculares, y polibandas a las que tienen policías entre sus miembros.
De cada diez venezolanos, nueve creen que la policía roba.
En 1996, la mayoría de los policías de Río de Janeiro
admitió que había recibido propuestas de sobornos, mientras uno de sus jefes opinaba que «la policía fue creada para que sea corrupta» y atribuía la culpa a la sociedad, «que desea una policía corrupta y violenta».

Un informe recibido por Amnistía Internacional, de fuentes oficiosas de la propia policía, reveló que los uniformados cometen seis de cada diez delitos en la capital mexicana.

Para atrapar a cien delincuentes a lo largo de un año, se requieren catorce policías en Washington, quince en París, dieciocho en Londres y mil doscientos noventa y cinco policías en la ciudad de México.

En 1997, el alcalde admitió:
-Hemos permitido que los policías se corrompieran en exceso.
-¿En exceso? -preguntó el preguntón Carlos Monsiváis-. ¿Qué les pasa? ¿Son corruptos o le andan haciendo al honestito? Pónganle ganas.

En este fin de siglo, todo se globaliza y todo se parece: la ropa, la comida, la falta de comida, las ideas, la falta de ideas, y también el delito y el miedo al delito.

En el mundo entero, el crimen aumenta más de lo que los numeritos cantan, aunque muchos cantan:
desde 1970, las denuncias de delitos han crecido tres veces más que la población mundial.

En los países del este de Europa, mientras el consumismo enterraba al comunismo, la violencia cotidiana subía al ritmo en que caían los salarios: en los años noventa, se multiplicó por tres en Bulgaria, en la República Checa, en Hungría, en Letonia, en Lituania
y en Estonia. El crimen organizado y el crimen desorganizado se han apoderado de Rusia, donde florece como nunca la delincuencia infantil. Se llaman olvidados los niños que vagan por las calles de las ciudades rusas: «Tenemos centenares de miles de niños sin hogar», reconoce, al fin del siglo, el presidente Boris Yeltsin.

En los Estados Unidos, el pánico a los asaltos se tradujo de la más elocuente manera en una ley promulgada en Louisiana, a finales del 97. Esa ley autoriza a cualquier
automovilista a matar a quien intente robarlo, aunque el ladrón esté desarmado. La reina de la belleza de Louisiana promovió, por televisión, con todos los dientes de su sonrisa, este fulminante método para evitar molestias.

Mientras tanto, había subido espectacularmente la
popularidad del alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, que estaba golpeando duro a los delincuentes con su política de tolerancia cero. En Nueva York, el delito cayó en la misma proporción en que subieron las denuncias por brutalidad policial. La represión en plan bestia, pócima mágica muy elogiada por los medios de comunicación, se descargó con saña sobre los negros y otras minorías que suman la mayoría de la población neoyorquina.

La tolerancia cero se convirtió, rápidamente, en un modelo ejemplar para las ciudades latinoamericanas.

Elecciones presidenciales en Honduras, 1997: la delincuencia es el tema central de los discursos de todos los candidatos, y todos prometen seguridad a una población espantada por las fechorías.
Elecciones legislativas en Argentina, en el mismo año: la candidata Norma Miralles se proclama partidaria de la pena de muerte, pero con sufrimiento previo:
«Es poco matar a un condenado, porque no sufre».
Poco antes, el alcalde de Río de Janeiro, Luiz Paulo Conde, había dicho que prefería la cadena perpetua o los trabajos forzados, porque la pena de muerte tiene el inconveniente de ser «una cosa muy rápida».

No hay ley que valga ante la invasión de los fuera de ley: se multiplican los asustados, y los asustados pueden ser más peligrosos que el peligro que los asusta.
No sólo los vividores de la abundancia sienten el acoso. También muchos de los numerosos sobrevivientes de la escasez, pobres que sufren los zarpazos de otros más pobres o más desesperados que ellos.

Turbas enloquecidas queman vivo a un niño por robar una naranja, titulan los diarios: entre 1979 y 1988, la prensa brasileña dio noticia de 272 linchamientos, furia ciega de los pobres contra los pobres, venganzas feroces ejecutadas por gente que no tenía dinero para
pagar el servicio a la policía.

Pobres eran también los autores de los cincuenta y dos
linchamientos que ocurrieron en Guatemala en 1997, y pobres eran los autores de los 166 linchamientos que ocurrieron, entre 1986 y 1991, en Jamaica.

Mientras tanto, en esos cinco años, el gatillo fácil de la policía jamaiquina mató a más de mil sospechosos: una encuesta posterior señaló que un tercio de la población cree que hay que ahorcar a los delincuentes, ya que ni la venganza popular ni la violencia policial son suficientes.

Las encuestas de 1997 en Río de Janeiro y San Pablo revelaron que más de la mitad de la gente considera
normal el linchamiento de los malhechores.
Buena parte de la población aplaude también, a la vista o en secreto, a los escuadrones de la muerte, que aplican la pena capital, aunque la ley no la autorice, con la habitual
participación o complicidad de policías y militares.

En Brasil, empezaron matando guerrilleros. Después, delincuentes adultos. Después, homosexuales y mendigos. Después, adolescentes y niños.

Silvio Cunha, presidente de una asociación de comerciantes de Río de Cunha, opinaba en 1991:
-Matando a un joven favelado, se presta servicio a la sociedad.

La dueña de una tienda en el barrio de Botafogo sufrió cuatro asaltos en dos meses. Un policía le explicó lo que ocurría: de nada servía llevar presos a los niños, porque el juez los soltaba y volvían al robo nuestro de cada día.

Depende de usted -dijo el policía.
Y ofreció horas extras, a precio razonable, para cumplir el servicio:
-Acabar con ellos -dijo.
-¿Acabar?
-Acabar, mismo.
 
  
El enemigo público, 1
En abril del 97, los telespectadores brasileños fueron invitados a votar: ¿qué final merecía el joven autor de un asalto violento? Hubo abrumadora mayoría de votos por el
exterminio: la pena de muerte duplicó los votos de la pena de prisión.
Según la investigadora Vera Malaguti, el enemigo público número uno está siendo esculpido sobre el modelo del muchacho bisnieto de esclavos, que vive en las favelas,
no sabe leer, adora la música funk, consume drogas o vive de ellas, es arrogante y atropellador, y no muestra el menor signo de resignación.
  
  
Por encargo de los comerciantes, los grupos de exterminio, que en Brasil gustan llamarse de autodefensa, se ocupan de la limpieza de las ciudades, mientras otros colegas pistoleros se ocupan de la limpieza de los campos, por cuenta de los latifundistas, acribillando a los campesinos sin tierra y a otra gente molesta. Según la revista Isto é (20 de mayo del 98), en el estado de Maranhao, la vida de un juez vale quinientos dólares, y
cuatrocientos la de un sacerdote. Trescientos dólares cuesta matar a un abogado. Las organizaciones de asesinos de alquiler ofrecen sus servicios por Internet, con precios especiales para abonados.
  
 
El enemigo público, 2
A principios del 98, el periodista Samuel Blixen hizo una comparación elocuente. El botín de cincuenta atracos, realizados por las bandas de delincuentes más espectaculares del Uruguay, sumaba cinco millones de dólares. El botín de dos atracos, cometidos sin fusiles ni pistolas por un banco y un financista, sumaba setenta millones.
  
  
En Colombia, los escuadrones de la muerte, que dicen ser grupos de limpieza social, también empezaron matando guerrilleros, y ahora matan a cualquiera, al servicio de los
comerciantes, los terratenientes, o de quien guste pagar. Muchos de sus miembros son policías y militares sin uniforme, pero también se entrenan verdugos de edad temprana.

En Medellín, funcionan algunas escuelas de sicarios, que ofrecen dinero fácil y emociones fuertes a niños de quince años. Esos niños, instruidos en las artes del crimen, matan a veces, por encargo, a otros niños tan muertos de hambre como ellos.

Pobres contra pobres, como de costumbre: la pobreza es una manta demasiado corta, y cada cual tira para su lado.
Pero las víctimas pueden ser también prominentes políticos o periodistas famosos.
El blanco elegido se llama perro o bulto.
Los jóvenes asesinos cobran su trabajo según la
importancia del perro y el riesgo de la operación. A menudo los exterminadores trabajan protegidos por las máscaras legales de las empresas que venden seguridad.

A finales del 97, el gobierno colombiano reconoció que disponía de treinta inspectores para controlar a tres mil empresas de seguridad privada. El año anterior, hubo una inspección ejemplar: en una sola recorrida, que duró una semana, un inspector revisó cuatrocientos grupos de
autodefensa. No encontró nada raro.
Los escuadrones de la muerte no dejan huellas. Muy raras veces se rompe la regla de la impunidad; muy raras veces se rompe el silencio.

Una excepción, en Colombia: a mediados del 91, sesenta mendigos murieron acribillados en la ciudad de Pereira. Los asesinos no fueron presos, pero al menos trece agentes de policía y dos oficiales se jubilaron, obligados por una «sanción disciplinaria».

Otra excepción, en Brasil: a mediados del 93, fueron ametrallados cincuenta niños que dormían en los portales de la iglesia de la Candelaria, en Río de Janeiro. Ocho murieron. La matanza tuvo repercusión mundial y, a la larga, marcharon presos dos de los policías militares que, vestidos de civil, habían ejecutado la operación. Un milagro.

Afanásio Jazadji fue electo diputado estadual con la mayor cantidad de votos de la historia del estado de San Pablo. El había ganado su popularidad desde la radio. Día tras día, micrófono en mano, predicaba: «basta de problemas, ha llegado la hora de las soluciones. Solución al problema de las cárceles superpobladas: Tenemos que agarrar a todos esos presos incorregibles, ponerlos contra la pared y quemarlos con un lanzallamas.
O meterles una bomba, búúúúúm, y asunto resuelto. Estos vagabundos nos están costando muchos millones y millones». En 1987, entrevistado por Bell Chevigny, Jazadji explicó que la tortura está muy bien, porque la policía sólo tortura a los culpables. A veces, dijo, la
policía no sabe qué crímenes ha cometido el delincuente, y se entera golpeándolo, como hace el marido cuando propina una paliza a su mujer. La tortura, concluyó, es la única manera de conocer la verdad.

Allá por el año 1252, el papa Inocencio IV autorizó el suplicio contra los sospechosos de herejía. La Inquisición desarrolló la producción de dolor, que la tecnología del siglo veinte ha elevado a niveles de perfección industrial.

Amnistía Internacional ha documentado la práctica sistemática de torturas con choques eléctricos en cincuenta países.

En el siglo trece, el poder hablaba sin pelos en la lengua; ahora, la tortura se hace pero no se dice. El poder evita las malas palabras.
A fines de 1996, cuando el Tribunal Supremo de Israel autorizó la tortura contra los prisioneros palestinos, la llamó presión física moderada.

En América latina, las torturas se llaman apremios legales. Desde siempre, los delincuentes comunes, o quienes tengan cara de, sufren apremios en las comisarías de nuestros países. Es costumbre, se considera normal, que la policía arranque confesiones,
mediante métodos de tormento idénticos a los que las dictaduras militares habían aplicado a los presos políticos.
La diferencia está en que buena parte de aquellos presos políticos provenía de la clase media y, algunos, de la clase alta; y las fronteras de clase social son los únicos límites que la impunidad puede reconocer, a veces, en estos casos.

En tiempos de horror militar, las campañas de denuncias, que llevaron adelante los organismos de derechos humanos, no siempre sonaron en campana de palo; algún eco encontraron, en ocasiones amplio eco, en el cerrado ámbito de los países sometidos a las dictaduras, y también en los medios universales de comunicación.

A los presos comunes, en cambio, ¿quién los escucha? Ellos son socialmente despreciables y jurídicamente invisibles.
Cuando alguno comete la locura de denunciar que ha sido torturado, la policía vuelve a someterlo a tratamiento, con multiplicado fervor.

Cárceles inmundas, presos como sardinas en lata: en su gran mayoría, son presos sin condena. Muchos, sin proceso siquiera, están ahí no se sabe por qué. Si se compara, el infierno del Dante parece cosa de Disney.

Continuamente, estallan motines en estas cárceles que hierven. Entonces, las fuerzas del orden cocinan a tiros a los desordenados y, de paso, matan a todos los que pueden, y así se alivia en algo el problema de la falta de
espacio.
En 1992, hubo más de cincuenta sublevaciones de presos en las cárceles latinoamericanas con más graves problemas de hacinamiento. Los motines dejaron un saldo de novecientos muertos, casi todos ejecutados a sangre fría.

Gracias a la tortura, que hace cantar a los mudos, muchos presos están presos por delitos que jamás cometieron, porque más vale inocente entre rejas que culpable en libertad.
Otros han confesado asesinatos que resultan juegos de niños al lado de las hazañas de algunos generales, o robos que parecen chistes si se comparan con los fraudes de nuestros mercaderes y banqueros, o con las comisiones que cobran los políticos cada vez que
venden algún pedazo de país.

Las dictaduras militares ya no están, pero las democracias latinoamericanas tienen sus cárceles hinchadas de presos. Los presos son pobres, como es
natural, porque sólo los pobres van presos en países donde nadie va preso cuando se viene abajo un puente recién inaugurado, cuando se derrumba un banco vaciado o cuando se desploma un edificio construido sin cimientos.

El mismo sistema de poder que fabrica la pobreza es el que declara la guerra sin cuartel a los desesperados que genera.

Hace un siglo, Georges Vacher de Lapouge exigía más guillotina para purificar la raza. Este pensador francés, que creía que todos los genios son alemanes, estaba convencido de que sólo la guillotina podía corregir los errores de la selección natural y detener la alarmante proliferación de los ineptos y de los criminales.

«El buen bandido es el bandido muerto», dicen ahora, los que exigen una terapia social de mano dura.

La sociedad tiene el derecho de matar, en legítima defensa de la salud pública, ante la amenaza de los arrabales plagados de vagos y drogadictos.

Los problemas sociales se han reducido a problemas policiales, y hay un clamor creciente por la pena de muerte.
Es un castigo justo, se dice, que ahorra gastos en cárceles, ejerce un saludable efecto de intimidación y resuelve el problema de la reincidencia suprimiendo al posible reincidente.
Muriendo, se aprende.

En la mayoría de los países latinoamericanos, la ley no autoriza la pena capital, aunque el terror de estado la aplica cada vez que el disparo de advertencia de un policía entra por la nuca de un sospechoso y cada vez que los escuadrones de la muerte fusilan con impunidad.

Con o sin ley, el estado practica el homicidio con premeditación, alevosía y ventaja y, sin embargo, por mucho que el estado mate, no puede evitar el desafío
de las calles convertidas en tierra de nadie.

El poder corta y recorta la mala hierba, pero no puede atacar la raíz sin atentar contra su propia vida. Se condena al criminal, y no a la máquina que lo fabrica, como se condena al drogadicto, y no al modo de vida que crea la necesidad del consuelo químico y su ilusión de fuga. Así se exonera la responsabilidad a un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles, y que genera cada vez más desesperanza y desesperación.

La ley es como una telaraña, hecha para atrapar moscas y otros insectos chiquitos, y no para cortar el paso a los bichos grandes, ha comprobado Daniel Drew; y hace más de un siglo, José Hernández, el poeta, había comparado a la ley con el cuchillo, que jamás ofende a quien lo maneja. Pero los discursos oficiales invocan la ley como si la ley rigiera para todos, y no solamente para los infelices que no pueden eludirla. Los delincuentes pobres son los villanos de la película; los delincuentes ricos escriben el guión y dirigen a los actores.

En otros tiempos, la policía funcionaba al servicio de un sistema productivo que necesitaba mano de obra abundante y dócil. La justicia castigaba a los vagonetas y sus agentes los metían en las fábricas a golpes de bayoneta. Así, la sociedad industrial europea proletarizó a los campesinos y pudo imponer, en las ciudades, la disciplina del trabajo.

¿Cómo se puede imponer, ahora, la disciplina de la desocupación? ¿Qué técnicas de la obediencia obligatoria pueden funcionar contra las crecientes multitudes que no tienen, ni tendrán, empleo? ¿Qué se hace con los náufragos, cuando son tantos, para que sus manotazos no echen a pique la balsa?

Hoy por hoy, la razón de estado es la razón de los mercados financieros que dirigen el mundo y que no producen nada más que especulación. Marcos, el vocero de los indígenas de Chiapas, ha retratado lo que ocurre con palabras certeras: asistimos, ha dicho, al strip
tease del estado; el estado se desprende de todo, salvo de su prenda íntima indispensable, que es la represión. La hora de la verdad: zapatero a tus zapatos. El estado sólo merece existir para pagar la deuda externa y para garantizar la paz social.

El estado asesina por acción y por omisión.

Fines del 95, noticias de Brasil y de Argentina:
Crímenes por acción: la policía militar de Río de Janeiro mataba civiles a un ritmo ocho veces más acelerado que a fines del año anterior, y la policía de los suburbios de Buenos Aires cazaba jóvenes como si fueran pajaritos.

Crímenes por omisión: al mismo tiempo, cuarenta enfermos del riñón morían en el pueblo de Caruarú, en el nordeste del Brasil, porque la salud pública les había hecho diálisis con agua contaminada; y en la provincia de Misiones, en el nordeste de Argentina, el agua potable, contaminada por los plaguicidas, generaba bebés con labios leporinos y deformaciones en la médula espinal.

En las favelas de Río de Janeiro, las mujeres llevan latas de agua, a modo de coronas, sobre sus cabezas; y los niños alzan cometas al viento para avisar que viene la policía.
Cuando llega el carnaval, de esos morros bajan las reinas y los reyes de piel negra: pelucas de blancos rulos, collares de luces, mantos de seda. El miércoles de ceniza, cuando el carnaval acaba y se van los turistas, la policía se lleva preso a quien siga disfrazado. Y,
durante todos los demás días del año, el estado se ocupa de mantener a raya, a sangre y fuego, a los plebeyos que han sido monarcas por un ratito.
A principios de siglo, había una sola favela en Río. En los años cuarenta, cuando ya había unas cuantas, el escritor Stefan Zweig las visitó: no encontró allí violencia ni tristeza. Ahora, las favelas de Río son más de quinientas. Allí vive mucha gente que trabaja, brazos baratos que sirven la mesa y lavan los autos y las ropas y los baños en los barrios acomodados, y también viven en las favelas
muchos excluidos del mercado laboral y del mercado de consumo que, en algunos casos, reciben de las drogas dinero o alivio.
Desde el punto de vista de la sociedad que las ha generado, las favelas no son más que refugios del crimen organizado y del tráfico de cocaína.
La policía militar las invade con frecuencia, en operaciones que parecen de la guerra de Vietnam, y también decenas de grupos de exterminio se ocupan de ellas. Los muertos, analfabetos hijos de analfabetos, son, en su mayoría, adolescentes negros.
  
  
Hablemos claro
El Primer Congreso Policial Sudamericano se reunió en Uruguay, en 1979, en plena dictadura militar. El Congreso decidió continuar su actividad en Chile, en plena dictadura militar, en beneficio de los altos intereses que rutilan en la ruta de los pueblos de América, según dice la resolución final.
En ese Congreso del 79, la policía argentina, también en plena dictadura militar, iluminó la función de las fuerzas del orden en la lucha contra la delincuencia infanto-juvenil. El informe de la policía argentina llamó al pan, pan, y al vino, vino: Aunque parezca simplista diremos y reiteraremos que el mínimo común es la realidad familiar, que poco tiene que ver con el aspecto socio-económico-cultural, para situarse en la raíz de la misma, en su esencia y substrato vivificador de su dinámica y evolución... El adolescente carenciado trata de encontrar en otras sub-culturas hippie, del delito, etc. los modelos identificatorios, produciendo de esta manera una incisión en el proceso de socialización... El mantenimiento del orden público trasciende lo inter-individual y replegándose en el intra-individuo, retoma esa única e indivisible realidad del ser individuo y ser social... Si algunos de los menores han manifestado conductas que
podían degenerar en comportamientos inadecuados que presenten peligro individual-social, han sido fácilmente detectados, orientados y resueltos.
  
  
Hace un siglo, el director del reformatorio infantil de Illinois llegó a la conclusión de que una tercera parte de sus internados no tenía redención. Esos niños eran los futuros criminales, «que aman el mundo, a la carne y al Diablo». No quedó claro qué se podía hacer con esa tercera parte; pero ya por entonces algunos científicos, como el inglés Cyril Burt, proponían eliminar a la fuente del crimen, los pobres muy pobres, «impidiendo la
propagación de su especie».

Cien años después, los países del sur del mundo tratan a los pobres muy pobres como si fueran basura tóxica. Los países del norte exportan al sur sus residuos industriales peligrosos, y así se deshacen de ellos, pero el sur no puede exportar al norte sus residuos humanos peligrosos.

¿Qué hacer con los pobres muy pobres que no
tienen redención? Las balas hacen lo que pueden para impedir «la propagación de su especie», mientras el Pentágono, vanguardia militar del mundo, anuncia la renovación de sus arsenales: las guerras del siglo veintiuno exigirán más armamento especializado en los
motines callejeros y los saqueos.

En algunas ciudades americanas, como Washington y
Santiago de Chile, y en numerosas ciudades británicas, ya hay cámaras de vídeo vigilando las calles.
La sociedad de consumo consume fugacidades. Cosas, personas: las cosas, fabricadas para no durar, mueren poco después de nacer; y hay cada vez más personas condenadas desde que se asoman a la vida. Los niños abandonados de las calles de Bogotá, que antes se llamaban gamines, ahora se llaman desechables y están marcados para morir. Los numerosos nadies, los fuera de lugar, son «económicamente inviables», según el lenguaje técnico. La ley del mercado los expulsa, por superabundancia de mano de obra barata.

¿Qué destino tienen los sobrantes humanos? El mundo los invita a desaparecer, les dice:
«Ustedes no existen, porque no merecen existir». La realidad oficial intenta ocultarlos o perderlos: se llama Ciudad oculta la población marginal que más ha crecido en Buenos Aires, y se llaman Ciudades perdidas los barrios de lata y cartón que brotan en los barrancos y basurales de la ciudad de México.

La Fundación Casa Alianza entrevistó a más de ciento cuarenta niños huérfanos y abandonados, de los muchos que vivían y viven en las calles de la ciudad de Guatemala:
todos habían vendido su cuerpo por monedas, todos sufrían enfermedades venéreas, todos inhalaban pegamentos o solventes.
Una mañana, a mediados de 1990, algunos de esos
niños estaban charlando en un parque, cuando unos hombres armados se los llevaron en un camión. Una niña se salvó, escondida en una lata de basura. Los cadáveres de cuatro niños aparecieron unos días después: sin orejas, sin ojos, sin lenguas. La policía les había
propinado una buena lección.

En abril del 97, Galdino Jesús dos Santos, un jefe indígena que estaba de visita en Brasilia, fue quemado vivo mientras dormía en una parada de ómnibus. Cinco muchachos de buena familia, que andaban de parranda, lo rociaron con alcohol y le prendieron fuego.
Ellos se justificaron diciendo:
-Creímos que era un mendigo.
Un año después, la justicia brasileña les aplicó penas leves de prisión, porque no se trataba de un caso de homicidio calificado. El relator del Tribunal de Justicia del Distrito Federal explicó que los muchachos habían utilizado nada más que la mitad del combustible
que tenían, y eso probaba que habían actuado movidos por la intención de divertirse, no de matar.

La quema de mendigos es un deporte que los jóvenes de la clase alta brasileña practican con cierta frecuencia pero, por lo general, la noticia no aparece en los diarios.

Los desechables: niños de la calle, vagos, mendigos, prostitutas, travestis, homosexuales, carteristas y otros ladrones de poca monta, drogadictos, borrachos,
juntapuchos.

En 1993, los desechables colombianos emergieron de abajo de las piedras y se juntaron para gritar: la manifestación estalló cuando se supo que los grupos de limpieza social mataban mendigos y los vendían a los estudiantes de medicina que aprenden anatomía en la Universidad Libre de Barranquilla.

Y entonces Nicolás Buenaventura, contador de cuentos, les contó la verdadera historia de la Creación. Ante los vomitados del sistema, Nicolás contó que a Dios le habían sobrado pedacitos de todo lo que había creado.
Mientras nacían de su mano el sol y la luna, el tiempo, el mundo, los mares y las selvas, Dios iba arrojando al abismo los desechos que le sobraban. Pero Dios, distraído, se olvidó de crear a la mujer y al hombre, y la mujer y el hombre no tuvieron más remedio que hacerse a sí mismos. Y allí, en el fondo del abismo, en el basural, la mujer y el hombre se crearon con las sobras de Dios. Los seres humanos hemos nacido de la basura, y por eso tenemos todos algo de día y algo de noche, y somos todos tiempo y tierra y agua y viento.
  
 
— Eduardo Galeano; "Patas Arriba" —

lunes, 21 de diciembre de 2015

CURSO BÁSICO DE RACISMO Y MACHISMO

Los subordinados deben obediencia eterna a sus superiores, como las mujeres deben obediencia a los hombres. Unos nacen para mandones, y otros nacen para mandados.
El racismo se justifica, como el machismo, por la herencia genética: los pobres no están jodidos por culpa de la historia, sino por obra de la biología. En la sangre llevan su destino y, para peor, los cromosomas de la inferioridad suelen mezclarse con las malas semillas del crimen. Cuando se acerca un pobre de piel oscura, el peligrosímetro enciende la luz roja; y suena la alarma.
 
 
Los mitos, los ritos y los hitos
En las Américas, y también en Europa, la policía caza estereotipos, culpables del delito de portación de cara. Cada sospechoso que no es blanco confirma la regla escrita, con tinta invisible, en las profundidades de la conciencia colectiva: el crimen es negro, o marrón, o
por lo menos amarillo.
Esta demonización ignora la experiencia histórica del mundo. Por no hablar más que de estos últimos cinco siglos, habría que reconocer que no han sido para nada escasos los crímenes de color blanco. Los blancos sumaban no más que la quinta parte de la población mundial en tiempos del Renacimiento, pero ya se decían portadores de la voluntad divina.
En nombre de Dios, exterminaron a qué sé yo cuántos millones de indios en las Américas y arrancaron a quién sabe cuántos millones de negros del África. Blancos fueron los reyes, los vampiros de indios y los traficantes negreros que fundaron la esclavitud hereditaria en América y en África, para que los hijos de los esclavos nacieran esclavos en las minas y en
las plantaciones. Blancos fueron los autores de los incontables actos de barbarie que la Civilización cometió, en los siglos siguientes, para imponer, a sangre y fuego, su blanco poder imperial sobre los cuatro puntos cardinales del globo. Blancos fueron los jefes de estado y los jefes guerreros que organizaron y ejecutaron, con ayuda de los japoneses, las dos guerras mundiales que en el siglo veinte mataron a sesenta y cuatro millones de personas, en su mayoría civiles; y blancos fueron los que planificaron y realizaron el holocausto de los judíos, que también incluyó a rojos, gitanos y homosexuales, en los campos nazis de exterminio.
La certeza de que unos pueblos nacen para ser libres y otros para ser esclavos ha guiado los pasos de todos los imperios que en el mundo han sido. Pero fue a partir del
Renacimiento, y de la conquista de América, que el racismo se articuló como un sistema de absolución moral al servicio de la glotonería europea. Desde entonces, el racismo impera en el mundo: en el mundo colonizado, descalifica a las mayorías; en el mundo colonizador, margina a las minorías. La era colonial necesitó del racismo tanto como necesitó de la pólvora, y desde Roma los papas calumniaban a Dios atribuyéndole la orden de arrasamiento. El derecho internacional nació para dar valor legal a la invasión y al despojo, mientras el racismo otorgaba salvoconductos a las atrocidades militares y daba coartadas a la despiadada explotación de las gentes y las tierras sometidas.
En la América hispana, un nuevo vocabulario ayudó a determinar la ubicación de cada persona en la escala social, según la degradación sufrida por la mezcla de sangres. Mulatoera, y es, el mestizo del blanco y negra, en obvia alusión a la mula, hija estéril del burro y de la yegua, mientras muchos otros términos fueron inventados para clasificar los mil colores generados por los sucesivos revoltijos de europeos, americanos y africanos en el Nuevo Mundo. Nombres simples, como castizo, cuarterón, quinterón, morisco, cholo, albino, lobo, zambaigo, cambujo, albarazado, barcino, coyote, chamiso, zambo, jíbaro, tresalbo, jarocho, lunarejo y rayado, y también nombres compuestos, como torna atrás, ahí te estás, tente en el aire y no te entiendo, bautizaban a los frutos de las ensaladas tropicales y defendían la mayor o menor gravedad de la maldición hereditaria.
 
 
La identidad
¿Dónde están mis ancestros? ¿A quiénes he de celebrar? ¿Dónde encontraré mi materia prima? Mi primer antepasado americano... fue un indio, un indio de los
tiempos tempranos. Los antepasados de ustedes lo han desarrollado vivo, y yo soy su huérfano.
(Mark Twain, que era blanco, en The New York Times, 26 de diciembre de 1881.)
 
 
De todos los nombres, no te entiendo es el más revelador. Desde eso que llaman el descubrimiento de América, llevamos cinco siglos de no te entiendos. Cristóbal Colón creyó que los indios eran indios de la India, que los cubanos habitaban China y los haitianos Japón. Su hermano, Bartolomé, fundó la pena de muerte en las Américas quemando vivos a seis indígenas por delito de sacrilegio: los culpables habían enterrado estampitas católicas para que los nuevos dioses hicieran fecundas las siembras.
Cuando los conquistadores llegaron a las costas del este de México, preguntaron: «¿Cómo se llama este lugar?». Los nativos contestaron: «No entendemos nada», que en lengua maya de ese lugar sonaba parecido a Yucatán, y desde entonces Yucatán se llama así. Cuando los conquistadores se internaron hasta el corazón de la América del Sur, preguntaron: «¿Cómo se llama este lago?». Los nativos contestaron: «¿El agua, señor?», que en lengua guaraní sonaba parecido a Ypacaraí, y desde entonces se llama así el lago de las cercanías de Asunción del Paraguay.
Los indios siempre fueron lampiños, pero en 1694, en su Dictionnaire universel, Antoine Furetiére los describió velludos y cubiertos de pelo, porque la tradición iconográfica europea mandaba que los salvajes fueran peludos como monos. En 1774, el fraile doctrinero del pueblo de San Andrés Itzapan, en Guatemala, descubrió que los indios no adoraban a la Virgen María sino a la serpiente aplastada bajo su pie, por ser la serpiente su vieja amiga, divinidad de los mayas, y también descubrió que los indios veneraban la cruz porque la cruz tiene la forma del encuentro de la lluvia con la tierra. Al mismo tiempo, en la ciudad alemana de Kanigsberg, el filósofo Immanuel Kant,
que nunca había estado en América, sentenció que los indios eran incapaces de civilización y que estaban destinados al exterminio. Y en eso andaban, la verdad sea dicha, aunque no por méritos propios: no eran muchos los indios que habían sobrevivido a los disparos del arcabuz y del cañón, al ataque de los virus y de las bacterias desconocidas en América, y a
las jornadas infinitas del trabajo forzado en los campos y en las minas de oro y plata. Y habían sido muchos los condenados al azote, a la hoguera o a la horca por pecado de idolatría: los incapaces de civilización vivían en comunión con la naturaleza y creían, como muchos de sus nietos creen todavía, que sagrada es la tierra y sagrado es todo lo que en la tierra anda o de la tierra brota.
Y continuaron los equívocos, de siglo en siglo. En Argentina, a fines del siglo XIX, se llamó conquista del desierto a las campañas militares que aniquilaron a los indios del sur, aunque en aquel entonces la Patagonia estaba menos desierta que ahora. Hasta hace pocos años, el Registro Civil argentino no aceptaba nombres indígenas, por ser extranjeros. La
antropóloga Catalina Buliubasich descubrió que el Registro Civil había resuelto documentar a los indios indocumentados de la puna de Salta, al norte del país. Los nombres aborígenes habían sido cambiados, por nombres tan poco extranjeros como Chevroleta, Ford, Veintisiete, Ocho, Trece, y hasta había indígenas rebautizados con el nombre de Domingo Faustino Sarmiento, así completito, en memoria de un prócer que sentía más bien náuseas por la población nativa.
 
 
Para la Cátedra de Derecho Penal
En 1986, un diputado mexicano visitó la cárcel de Cerro Hueco, en Chiapas. Allí encontró a un indio tzotzil, que había degollado a su padre y había sido condenado a
treinta años de prisión. Pero el diputado descubrió que el difunto padre llevaba tortillas y frijoles, cada mediodía, a su hijo encarcelado.
Aquel preso tzotzil había sido interrogado y juzgado en lengua castellana, que él entendía poco o nada, y con ayuda de una buena paliza había confesado ser el autor de una cosa llamada parricidio.
 
 
Hoy por hoy, se considera a los indios un peso muerto para la economía de los países que en gran medida viven de sus brazos y un lastre para la cultura de plástico que esos países tienen por modelo.
En Guatemala, uno de los pocos países donde pudieron recuperarse de la catástrofe demográfica, los indios sufren maltrato como la más marginada de las minorías, aunque sean la mayoría de la población: los mestizos y los blancos, o los que dicen ser blancos, visten y viven, o quisieran vestir y vivir, al modo de
Miami, por no parecer indios, mientras miles de extranjeros acuden en peregrinación al mercado de Chichicastenango, uno de los baluartes de la belleza en el mundo, donde el arte indígena ofrece sus tejidos de asombrosa imaginación creadora. El coronel Carlos Castillo Armas, que en 1954 usurpó el poder, soñaba con convertir a Guatemala en Disneylandia.
Para salvar a los indios de la ignorancia y del traso, el coronel se propuso despertarles el gusto estético, como explicó un folleto de propaganda oficial, enseñándoles tejidos, bordados y otras labores. La muerte lo sorprendió en plena tarea.
Pareces indio, o hueles a negro, dicen algunas madres a los hijos que no quieren bañarse, en los países de más fuerte presencia indígena o negra. Pero los cronistas de Indias registraron el estupor de los conquistadores, ante la frecuencia con que los indios se bañaban; y desde entonces han sido los indios, y más tarde lo esclavos africanos, quienes han tenido la gentileza de trasmitir, a los demás latinoamericanos, sus costumbres de higiene.
La fe cristiana desconfiaba del baño, que se parecía al pecado porque daba placer.
En España, en tiempos de la Inquisición, quien se bañaba con alguna frecuencia estaba confesando su herejía musulmana, y podía acabar sus días en la hoguera. En la España de hoy, el árabe es árabe si veranea en Marbella. El árabe pobre es nada más que moro: para los racistas, moro hediondo. Sin embargo, como sabe cualquiera que haya visitado esa fiesta del agua que es la Alhambra de Granada, la cultura musulmana es una cultura del agua desde los tiempos en que la cultura cristiana negaba toda agua que no fuera de beber.
En realidad, la ducha se popularizó en Europa con considerable demora, más o menos al mismo tiempo que la televisión.
 
 
La diosa
La noche de Iemanyá, toda la costa es una fiesta. Bahía, Río de Janeiro, Montevideo y otras orillas celebran a la diosa de la mar. La multitud enciende en la arena un lucerío de velas, y arroja a las aguas un jardín de flores blancas y también perfumes, collares, tortas, caramelos y otras coqueterías y golosinas que a ella tanto le gustan.
Entonces los creyentes piden algún deseo:
el mapa del tesoro escondido,
la llave del amor prohibido,
el regreso de los perdidos,
la resurrección de los queridos.
Mientras los creyentes piden, sus deseos se realizan. Quizás el milagro no dure más que las palabras que lo nombran, pero mientras ocurre esa fugaz conquista de lo
imposible, los creyentes son luminosos y brillan en la noche.
Cuando el oleaje se lleva las ofrendas, ellos retroceden, de cara al horizonte, por nodar la espalda a la diosa. Y, a paso muy lento, regresan a la ciudad.
 
 
Los indígenas son cobardes y los negros asustadizos, pero ellos han sido siempre buena carne de cañón en las guerras de conquista, en las guerras de independencia, en las guerras civiles y en las guerras de fronteras de América latina. Indios eran los soldados que los españoles usaban para masacrar indios en la época de la conquista. En el siglo diecinueve, la guerra de independencia fue una hecatombe para los negros argentinos, siempre
ubicados en la primera línea de fuego. En la guerra contra Paraguay, los cadáveres de los negros brasileños regaron los campos de batalla.
Los indios formaban las tropas de Perú y Bolivia, en la guerra contra Chile: esa raza abyecta (despreciable) y degradada, como la llamaba el escritor peruano Ricardo Palma, fue enviada al matadero, mientras los oficiales huían gritando ¡Viva la patria! En tiempos recientes, los indios pusieron los muertos en la guerra entre Ecuador y Perú; y no había más que soldados indios en los ejércitos que arrasaron las comunidades indias en las montañas de Guatemala: los oficiales, mestizos, cumplían en cada crimen una feroz ceremonia de exorcismo contra la mitad de su sangre.
Trabaja como un negro, dicen los que también dicen que los negros son haraganes. Se dice: El blanco corre, el negro huye. El blanco que corre es hombre robado; el negro que huye es ladrón. Hasta Martín Fierro, personaje que encarnó a los gauchos pobres y
perseguidos, opinaba que eran ladrones los negros, hechos por el Diablo para tizón del infierno, y también los indios:
El indio es indio y no quiere
apiar de su condición,
ha nacido indio ladrón,
y como indio ladrón muere.
Negro ladrón, indio ladrón: la tradición del equívoco manda que ladrones sean los más robados.
 
 
El infierno
En tiempos coloniales, Palenque fue el santuario de libertad que escondía, selva adentro, a los esclavos negros fugitivos de Cartagena de Indias y de las plantaciones de
la costa colombiana.
Pasaron los años, los siglos. Palenque sobrevivió. Los palenqueros siguen creyendo que la tierra, su tierra, es un cuerpo, hecho de montes, selvas, aires, gentes, que por los
árboles respira y llora por los arroyos. Y también siguen creyendo que en el paraíso reciben recompensa los que han disfrutado la vida, y en el infierno reciben castigo los
que han desobedecido la orden divina: en el infierno arden, condenados al fuego eterno, las mujeres frías y los hombres fríos, que han desobedecido las sagradas voces que mandan vivir gozando con alegría y pasión.
 
 
Desde los tiempos de la conquista y de la esclavitud, a los indios y a los negros les han robado los brazos y las tierras, la fuerza de trabajo y la riqueza; y también la palabra y la memoria. En el río de la Plata, quilombo significa burdel, caos, desorden, relajo, pero esta voz africana, de la lengua bantú, quiere decir, en verdad, campo de iniciación. En Brasil, quilombos fueron los espacios de libertad que fundaron, selva adentro, los esclavos fugitivos. Algunos de esos santuarios duraron mucho tiempo. Un siglo entero vivió el reino
libre de Palmares, en el interior de Alagoas, que resistió más de treinta expediciones militares de los ejércitos de Holanda y Portugal. La historia real de la conquista y la colonización de las Américas es una historia de la dignidad incesante. No hubo día sin rebelión, en todos los años de aquellos siglos; pero la historia oficial ha ninguneado casi todos esos alzamientos, con el desprecio que merecen los actos de mala conducta de la mano de obra. Al fin y al cabo, cuando los negros y los indios se negaban a aceptar como destino la esclavitud o el trabajo forzado, estaban cometiendo delitos de subversión contra la organización del universo. Entre la ameba y Dios, el orden universal se funda en una larga cadena de subordinaciones sucesivas. Como los planetas giran alrededor del sol, han de girar los siervos alrededor de los señores. La desigualdad social y la discriminación racial integran la armonía del cosmos, desde los tiempos coloniales. Y así sigue siendo, y no sólo en las Américas. En 1995, Pietro Ingrao lo comprobaba en Italia: «Tengo una mucama filipina en casa. Qué extraño: resulta difícil imaginar a una familia filipina que tenga en su casa una mucama blanca».
Nunca han faltado pensadores capaces de elevar a categoría científica los prejuicios de la clase dominante, pero el siglo XIX fue pródigo en Europa. El filósofo Auguste Compte, uno de los fundadores de la sociología moderna, creía en la superioridad de la raza blanca y en la perpetua infancia de la mujer. Como casi todos sus colegas, Compte no tenía dudas sobre este principio esencial: blancos son los hombres aptos para ejercer el mando sobre los condenados a las posiciones sociales subalternas.
Cesare Lombroso convirtió al racismo en tema policial. Este profesor italiano, que era judío, comprobó la peligrosidad de los salvajes primitivos mediante un método muy semejante al que Hitler utilizó, medio siglo después, para justificar el antisemitismo. Según Lambroso, los delincuentes nacían delincuentes, y los rasgos de animalidad que los delataban eran los mismos rasgos de los negros africanos y de los indios americanos heredados de la raza mongoloide. Los homicidas tenían pómulos anchos, pelo crespo y
oscuro, poca barba, grandes colmillos; los ladrones tenían nariz aplastada; los violadores, labios y párpados hinchados. Como los salvajes, los criminales no se sonrojaban, lo que les permitía mentir descaradamente. Las mujeres sí se sonrojaban, aunque Lombroso había descubierto que hasta las mujeres consideradas normales, albergan rasgos criminaloides.
También los revolucionarios: «Nunca he visto un anarquista que tenga la cara simétrica».
Herbert Spencer fundaba en el imperio de la razón, las desigualdades que hoy por hoy son ley de mercado. Aunque ha pasado más de un siglo, suenan como de ahora, muy de nuestros neoliberales tiempos, algunas de sus certezas. Según Spencer, el estado debía
ponerse entre paréntesis, para no interferir en los procesos de Selección natural que dan el poder a los hombres más fuertes y mejor dotados. La protección social no hacía más que multiplicar el enjambre de los vagos, y la escuela pública procreaba descontentos. El estado debía limitarse a instruir a las razas inferiores en los oficios manuales, y a mantenerlas lejos del alcohol.
 
 
Los héroes y los malditos
Dentro de algunos atletas, habita un gentío. En los años cuarenta, cuando los negros norteamericanos no podían compartir con los blancos ni siquiera el cementerio, Jack
Robinson se impuso en el béisbol. Millones de negros pisoteados reconocían su dignidad en este atleta que brillaba como nadie en un deporte que era exclusivo para
blancos. El público lo insultaba y le tiraba maníes, los rivales lo escupían; y en su casa recibía amenazas de muerte.
En 1994, mientras el mundo aclamaba a Nelson Mandela y su larga pelea contra el racismo, el atleta Josiah Thugwane se convertía en el primer negro sudafricano que ganaba una olimpíada. En estos últimos años, está siendo normal que los trofeos olímpicos queden en manos de Kenia, Etiopía, Somalia, Burundi o Sudáfrica. Tiger Woods, llamado el Mozart del golf, está triunfando en un deporte de blancos ricos; yhace ya muchos años que son negros los astros del baloncesto y del boxeo. Son negros, o mulatos, los jugadores que más alegría y belleza dan al fútbol.
Según el doble discurso racista, es perfectamente posible aplaudir a los negrosexitosos y maldecir a los demás. En la Copa del Mundo que ganó Francia en el 98, eran inmigrantes casi todos los futbolistas que vestían la camiseta azul y al son de la Marsellesa iniciaban cada partido. Una encuesta realizada en esos días confirmó que cuatro de cada diez franceses tienen prejuicios racistas, pero todos los franceses celebraron el triunfo como si los negros y los árabes fueran hijos de Juana de Arco.
 
 
Como suele ocurrir con la policía en los allanamientos, el racismo encuentra lo que pone. Hasta los primeros años del siglo veinte, duró la moda de pesar los cerebros para medir la inteligencia. Este método científico, que dio lugar a un obsceno exhibicionismo de masas encefálicas, demostró que los indios, los negros y las mujeres tenían cerebros más bien livianitos. Gabriel René Moreno, la gran figura intelectual del siglo pasado en Bolivia, había comprobado, balanza en mano, que el cerebro indígena y el cerebro mestizo pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca. El peso del cerebro tiene, en relación a la inteligencia, la misma importancia que el tamaño del pene tiene en relación a la eficacia sexual, o sea: ninguna. Pero los hombres de ciencia andaban a la caza de cráneos famosos, y no se desalentaban a pesar de los resultados desconcertantes de sus operaciones. El cerebro de Anatole France, por ejemplo, pesó la mitad que el de Iván Turguéniev, aunque sus méritos literarios se consideraban parejos.
 
 
Nombres
El maratonista Doroteo Guamuch, indio quiché, fue el atleta más importante de toda la historia de Guatemala. Por ser gloria nacional, tuvo que cambiarse el nombre maya ypasó a llamarse Mateo Flores.
En homenaje a sus proezas, fue bautizado Mateo Flores el estadio de fútbol más grande del país, mientras él se ganaba la vida como caddy, cargando palos y recogiendo
pelotitas y propinas en los campos del Mayam Golf Club.
 
 
Hace un siglo, Alfred Binet inventó en París el primer test de coeficiente intelectual, con el sano propósito de identificar a los niños que necesitaban más ayuda de los maestros en las escuelas. El inventor fue el primero en advertir que este instrumento no servía para medir la inteligencia, que no puede ser medida, y que no debía ser usado para descalificar a nadie. Pero ya en 1913, las autoridades norteamericanas impusieron el test de Binet en las puertas de Nueva York, bien cerquita de la estatua de la Libertad, a los recién llegados inmigrantes judíos, húngaros, italianos y rusos, y de esa manera comprobaron que ocho de
cada diez inmigrantes tenían una mente infantil. Tres años después, las autoridades bolivianas lo aplicaron en las escuelas públicas de Potosí: ocho de cada diez niños eran anormales. Y desde entonces, hasta nuestros días, el desprecio racial y social continúa
invocando el valor científico de las mediciones del coeficiente intelectual, que tratan a las personas como si fueran números. En 1994, el libro The bell curve tuvo un espectacular éxito de ventas en los Estados Unidos. La obra, escrita por dos profesores universitarios, proclamaba sin pelos en la lengua lo que muchos piensan pero no se atreven a decir, o
dicen en voz baja: los negros y los pobres tienen un coeficiente intelectual inevitablemente menor que los blancos y los ricos, por herencia genética, y por lo tanto se echa agua al mar cuando se dilapidan dineros en su educación y asistencia social. Los pobres, y sobre todo los pobres de piel negra, son burros, y no son burros porque sean pobres, sino que son
pobres porque son burros.
El racismo sólo reconoce la fuerza de la evidencia de sus propios prejuicios.
Está probado que el arte africano ha sido fuente primordial de inspiración, y muchas veces también objeto de plagio descarado, para los pintores y escultores más famosos del siglo veinte; y parece también indudable que los ritmos de origen africano están salvando al mundo de la muerte por tristeza o bostezo. ¿Qué sería de nosotros sin la música que del África vino y generó nuevas magias en Brasil, en los Estados Unidos y en las costas del mar Caribe? Sin embargo, a Jorge Luis Borges, a Arnold Toynbee y a muchos otros valiosos intelectuales contemporáneos, les resultaba evidente la esterilidad cultural de los
negros.
En las Américas, la cultura real es hija de varias madres. Nuestra identidad, múltiple, realiza su vitalidad creadora a partir de la fecunda contradicción de las partes que la integran. Pero hemos sido amaestrados para no vernos. El racismo, mutilador, impide que la condición humana resplandezca plenamente con todos sus colores. América sigue enferma de racismo; de norte a sur, sigue ciega de sí. Los latinoamericanos de mi generación hemos sido educados por Hollywood. Los indios eran unos tipos con cara de amargados, emplumados y pintados, mareados de tanto dar vueltas alrededor de las diligencias. Del África sólo supimos lo que nos enseñó el profesor Tarzán, inventado por un novelista que nunca estuvo allí.
Las culturas de origen no europeo no son culturas, sino ignorancias, a lo sumo útiles para comprobar la impotencia de las razas inferiores, para atraer turistas y para dar la nota típica en las fiestas de fin de curso y en las fechas patrias. En la realidad, sin embargo, la
raíz indígena o la raíz africana, y en algunos países las dos a la vez, florecen con tanta fuerza como la raíz europea en los jardines de la cultura mestiza. A la vista están sus frutos prodigiosos, en las artes de alto prestigio y también en las artes que el desprecio llama artesanías, en las culturas reducidas a folklore y en las religiones descalificadas como supersticiones. Esas raíces, ignoradas pero no ignorantes, nutren la vida cotidiana de la gente de carne y hueso, aunque muchas veces la gente no sepa o prefiera no enterarse, y ellas están vivas en los lenguajes que cada día revelan lo que somos a través de lo que hablamos y de lo que callamos, en nuestras maneras de comer y de cocinar lo que comemos, en las melodías que nos bailan, en los juegos que nos juegan, y en las mil y una ceremonias, secretas o compartidas, que nos ayudan a vivir.
 
 
Justicia
En 1997, un automóvil de chapa oficial venía circulando a velocidad normal por una avenida de San Pablo. En el automóvil, nuevo, caro, viajaban tres hombres. En un cruce, los paró un policía. El policía los hizo bajar y durante cerca de una hora los tuvo manos arriba, y de espaldas, mientras les preguntaba una y otra vez dónde habían robado ese automóvil.
Los tres hombres eran negros. Uno de ellos, Edivaldo Brito, era el Secretario de Justicia del gobierno de San Pablo. Los otros dos eran funcionarios de la Secretaría.
Para Brito, esto no tenía nada de nuevo. En menos de un año, le había ocurrido cinco veces. El policía que los había detenido era, también, negro.
 
 
Durante siglos estuvieron prohibidas las divinidades venidas del pasado americano y de las costas del África. Hoy día ya no viven en la clandestinidad; y aunque siguen padeciendo desprecio, suelen recibir el homenaje de numerosos blancos y mestizos que
creen en ellas, o por lo menos las saludan y les piden favores. En los países andinos, ya no son sólo los indígenas quienes inclinan la copa y dejan caer el primer trago para que beba la Pachamama, la diosa de la tierra. En las islas del Caribe, y en las costas atlánticas de la América del Sur, ya no son sólo los negros quienes ofrecen flores y golosinas a Iemanyá, la diosa de la mar. Atrás han quedado los tiempos en que los indios indígenas y negros no tenían más remedio que disfrazarse de santos cristianos para poder existir. Ya no sufren persecución ni castigo, pero son objeto de desdén para la cultura oficial. En nuestras sociedades, alienadas, entrenadas durante siglos para escupir al espejo, no resulta fácil aceptar que las religiones originarias de América, y las que vinieron del África en los navíos negreros, merecen tanto respeto como las religiones cristianas dominantes. No más, pero ni un poquito menos. ¿Religiones? ¿Religiones, esas supercherías? ¿Esas paganas exaltaciones de la naturaleza, esas peligrosas celebraciones de la pasión humana? Pueden parecer pintorescas, y hasta simpáticas, en la forma, pero en el fondo son meras
expresiones de la ignorancia y del atraso.
Hay una larga tradición de identificación de la gente de piel oscura, y de sus símbolos de identidad, con la ignorancia y el atraso. Para abrir el camino del progreso en la República Dominicana, el generalísimo Leónidas Trujillo mandó descuartizar a machetazos, en 1937, a veinticinco mil negros haitianos. El generalísimo, mulato, nieto de abuela haitiana, se blanqueaba la cara con polvo de arroz y también quería blanquear al país. A modo de indemnización, la República pagó veintinueve dólares por muerto al
gobierno de Haití. Al cabo de prolongadas negociaciones, Trujillo admitió dieciocho mil muertos, los que arrojaron un total de 522.000 dólares.
Mientras tanto, lejos de allí, Adolf Hitler estaba esterilizando a los gitanos y a los mulatos hijos de los soldados negros del Senegal, que años antes habían llegado a Alemania con uniforme francés. El plan nazi de limpieza de la raza aria había comenzado con la esterilización de los enfermos hereditarios y de los criminales, y continuó, después, con los judíos.
 
 
Puntos de vista, 4
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente es noche.
En la India, quienes llevan luto visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte.
Según los viejos sabios de la región colombiana del Chocó, Adán y Eva eran negros, y negros eran sus hijos Caín y Abel. Cuando Caín mató a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del Señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedó hasta el fin de sus días. Los blancos somos, todos, hijos de Caín.
 
 
La primera ley de eugenesia fue aprobada, en 1901, por el estado norteamericano de Indiana. Tres décadas más tarde, ya eran treinta los estados norteamericanos donde la ley permitía esterilizar a los deficientes mentales, a los asesinos peligrosos, a los violadores y a los miembros de categorías tan nebulosas como los pervertidos sociales, los adictos al alcohol o a las drogas y las personas enfermas y degeneradas. En su mayoría, los esterilizados eran, por supuesto, negros. En Europa, Alemania no fue el único país que tuvo leyes inspiradas en razones de higiene social y de pureza racial. Hubo otros. Por
ejemplo, en Suecia, fuentes oficiales reconocieron, recientemente, que más de sesenta mil personas habían sido esterilizadas, por aplicación de una ley de los años treinta que no fue derogada hasta 1976.
En los años veinte y treinta, era normal que los educadores más prestigiosos de las Américas hablaran de la necesidad de regenerar la raza, mejorar la especie, cambiar la calidad biológica de los niños. Al inaugurar el sexto Congreso Panamericano del Niño, en1930, el dictador peruano Augusto Leguía puso el acento en el mejoramiento étnico, haciéndose eco de la Conferencia Nacional sobre el Niño del Perú, que había lanzado un grito de alarma ante la “infancia retardada, degenerada y criminal”. Seis años antes, en el Congreso Panamericano del Niño celebrado en Chile, habían sido numerosas las voces que exigían “seleccionar las semillas que se siembran, para evitar los niños impuros”, mientras el diario argentino La Nación editorializaba sobre la necesidad de “velar por el porvenir de la raza”, y el diario chileno El Mercurio advertía que la herencia indígena “dificulta, por sus hábitos y su ignorancia, la adopción de ciertas costumbres y conceptos modernos”.
Uno de los protagonistas de ese Congreso en Chile, el médico socialista José Ingenieros, había escrito en 1905 que los negros, “oprobiosa escoria”, merecían la esclavitud por motivos “de realidad puramente biológica”. Los derechos del hombre no podían regir para “estos seres simiescos, que parecen más próximos de los monos antropoides que de los
blancos civilizados”. Según Ingenieros, maestro de juventudes, estas “piltrafas de carne humana” tampoco debían aspirar a la ciudadanía, “porque no deberían considerarse personas en el concepto jurídico”. En términos no tan desaforados se había expresado, unos años antes, otro médico, Raymundo Nina Rodrigues: este pionero de la antropología
brasileña había comprobado que “el estudio de las razas inferiores ha proporcionado a la ciencia ejemplos bien observados de su incapacidad orgánica, cerebral”.
La mayoría de los intelectuales de las Américas tenía la certeza de que las razas inferiores bloqueaban el camino del progreso. Lo mismo opinaban casi todos los gobiernos: en el sur de los Estados Unidos, estaban prohibidos los matrimonios mixtos, y los negros no podían entrar a las escuelas, ni a los baños, ni a los cementerios reservados a los blancos. Los negros de Costa Rica no podían ingresar sin salvoconducto en la ciudad de
San José; ningún negro podía pasar la frontera de El Salvador; los indios no podían caminar por las aceras de la ciudad mexicana de San Cristóbal de Las Casas.
Sin embargo, América latina no tuvo leyes de eugenesia, quizá porque el hambre y la policía ya se encargaban, en aquel entonces, del asunto.
Actualmente, siguen muriendo como moscas, por hambre o enfermedad curable, los niños indígenas de Guatemala, Bolivia o Perú, y son negros ocho de cada diez niños de la calle asesinados por los escuadrones de la muerte en las ciudades de Brasil. La última ley norteamericana de eugenesia se derogó en Virginia en 1972, pero en los Estados Unidos la mortalidad de los bebés negros duplica la de los blancos, y son negros cuatro de cada diez adultos ejecutados por silla eléctrica, inyección, pastilla, fusilamiento u horca.
En tiempos de la segunda guerra mundial, muchos negros norteamericanos murieron en los campos de batalla europeos. Mientras tanto, la Cruz Roja de los Estados Unidos prohibía la sangre de negros en los bancos de plasma, para que no se fuera a realizar, por
transfusión, la mezcla de sangres prohibida en la cama. El pánico a la contaminación, que se expresó en algunas maravillas literarias de William Faulkner y en numerosos horrores de los encapuchados del Ku Klux Klan, es un fantasma que no ha desaparecido de las
pesadillas norteamericanas. Nadie podría negar las conquistas de los movimientos por los derechos civiles, que en estas últimas décadas han logrado éxitos espectaculares contra las costumbres racistas de la nación. Mucho ha mejorado la situación de los negros. Sin embargo, todavía padecen el doble de desocupación que los blancos, y frecuentan más las
cárceles que las universidades. Uno de cada cuatro negros norteamericanos ha pasado por la cárcel o vive en ella. En la capital, Washington, tres de cada cuatro han estado presos al menos una vez. En Los Ángeles, los negros que conducen automóviles de alto precio son sistemáticamente detenidos por la policía, que normalmente los humilla y, en ocasiones, también los golpea, como ocurrió en el caso de la paliza a Rodney King, que en 1991 desencadenó la explosión de furia colectiva que hizo temblar la ciudad. En 1995, el embajador norteamericano en Argentina, James Cheek, descalificó la ley nacional de patentes, tímido pataleo de independencia, sentenciando: Es digna de Burundi, y eso no movió un pelo a nadie, ni en Argentina, ni en los Estados Unidos, ni en Burundi. Dicho sea de paso, en Burundi había guerra, por entonces, y en Yugoslavia también. Según las agencias internacionales de información, en Burundi se enfrentaban tribus, pero en Yugoslavia eran etnias, nacionalidades o grupos religiosos.
 
 
Así se prueba que los indios son inferiores
(según los conquistadores de los siglos dieciséis y diecisiete)
¿Se suicidan los indios de las islas del mar Caribe? Porque son holgazanes y se niegan a trabajar.
¿Andan desnudos, como si todo el cuerpo fuera cara? Porque los salvajes no tienen vergüenza.
¿Ignoran el derecho de propiedad, y comparten todo, y carecen de afán de riqueza?
Porque son más parientes del mono que del hombre.
¿Se bañan con sospechosa frecuencia? Porque se parecen a los herejes de la secta de Mahoma, que bien arden en los fuegos de la Inquisición.
¿Creen en los sueños, y obedecen a sus voces? Por influencia de Satán, o por pura estupidez.
¿Es libre la homosexualidad? ¿La virginidad no tiene importancia alguna? Porque son promiscuos y viven en la antesala del infierno.
¿Jamás golpean a los niños, y los dejan andar libres? Porque son incapaces de castigo ni doctrina.
¿Comen cuando tienen hambre, y no cuando es hora de comer? Porque son incapaces de dominar sus instintos.
¿Adoran la naturaleza, a la que tienen por madre, y creen que ella es sagrada?
Porque son incapaces de religión y sólo pueden profesar la idolatría.
Voltaire, escritor anticlerical, abogado de la tolerancia y de la razón: Los negros son inferiores a los europeos, pero superiores a los monos.
Barón de Montesquieu, padre de la democracia moderna: Resulta imposible que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo negro.
Karl von Linneo, clasificador de las plantas y de los animales: El negro es vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres disolutas.
David Hume, entendido en entendimiento humano: El negro puede desarrollar ciertas habilidades propias de las personas, como el loro consigue hablar algunas palabras.
Etienne Serres, sabio en anatomía: Los negros están condenados a ser primitivos, porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene.
Francis Galton, padre de la eugenesia, método científico para impedir la propagación de los ineptos: Un cocodrilo jamás podrá llegar a ser una gacela, ni un negro podrá jamás llegar a ser un miembro de la clase media.
Louis Agassiz, prominente zoólogo: El cerebro de un negro adulto equivale al de un feto blanco de siete meses; el desarrollo del cerebro se bloquea, porque el cráneo del
negro se cierra mucho antes que el cráneo del blanco.
 
 
Hace docientos años, el científico alemán Alexander von Humboldt, que supo ver la realidad hispanoamericana, escribió que «la piel más o menos blanca decide la clase que ocupa el hombre en la sociedad». Y esa frase sigue retratando bastante bien no sólo a la América hispana sino a todas las Américas, de norte a sur, a pesar de los indudables cambios ocurridos, y aunque Bolivia haya tenido recientemente un vicepresidente indio y los Estados Unidos puedan exhibir algún general negro muy condecorado, algunos prominentes políticos negros y algunos negros que triunfan en el mundo de los negocios.
A fines del siglo dieciocho, los pocos mulatos latinoamericanos que se habían enriquecido podían comprar certificados de blancura a la corona española, o cartas de branquidao a la corona portuguesa, y el súbito cambio de piel les otorgaba los derechos correspondientes a ese cambio social. En los siglos siguientes, el dinero siguió siendo capaz, en algunos casos, de alquimias semejantes. Por excepción, también el talento: el brasileño Machado de Assis, el mejor escritor latinoamericano del siglo diecinueve, era mulato y, según decía su compatriota Joaquim Nabuco, se había convertido en blanco por
obra de su maestría literaria. Pero, en términos generales, bien se puede decir que en las Américas la llamada democracia racial se parece, más bien, a una pirámide social; y la cúspide rica es blanca, o se cree blanca.
En Canadá, ocurre con los indígenas algo bastante parecido a lo que ocurre con los negros en los Estados Unidos: no suman más que el cinco por ciento de la población, pero tres de cada diez presos son indios, y la mortalidad de los bebés duplica la de los blancos.
En México, los salarios de la población indígena apenas llegan a la mitad del promedio nacional, y la desnutrición al doble.
Es raro encontrar brasileños de piel negra en la universidad, en las telenovelas y en los avisos publicitarios. En las estadísticas oficiales de Brasil, hay muchos menos negros que en la realidad, y los devotos de las religiones africanas figuran como católicos. En la República Dominicana, donde mal que bien no hay
quien no tenga algún antepasado negro, los documentos de identidad registran el color de la piel, pero la palabra negro no aparece nunca:
-No le pongo «negro», por no desgraciarlo para toda la vida -me explicó un funcionario.
La frontera dominicana con Haití, país de negros, se llama El mal paso. En toda América latina, los avisos de prensa que piden empleados de buena presencia están pidiendo, en realidad, empleados de piel clara. Hay un abogado negro en Lima: los jueces siempre lo confunden con el reo.
En 1996, el alcalde de San Pablo obligó por decreto, y
bajo pena de multa, a que todos pudieran usar los ascensores de los edificios privados, habitualmente vedados a los pobres, o sea, a los negros y a los mulatos de color subido. A fines de ese año, en vísperas de Navidad, la catedral de Salta, en el norte argentino, se quedó sin pesebre. Las figuras sagradas tenían rasgos y ropas indígenas: eran indios los
pastores y los reyes magos, la Virgen y san José y hasta el Jesusito recién nacido. Tamaño
sacrilegio no podía durar.
Ante la indignación de la alta sociedad local y las amenazas de incendio, el pesebre fue retirado.
Ya en los tiempos de la conquista, estaba claro que los indios estaban condenados a la servidumbre en esta vida y al infierno en la otra. Sobraban evidencias del reinado de Satán en América. Entre las pruebas más irrefutables, estaba el hecho de que la homosexualidad se practicaba libremente en las costas del mar Caribe y en otras regiones. Desde 1446, por orden del rey Alfonso, los homosexuales de Portugal marchaban a la hoguera: «Mandamos y disponemos por ley general, que todo hombre que tal pecado cometiere, de cualquier guisa que fuese, sea quemado y reducido a polvo por el fuego, por tal que nunca de su cuerpo ni de su sepultura pueda ser oída memoria». En 1497, también Isabel y Fernando, los reyes católicos de España, mandaron que fueran quemados vivos los culpables del
nefando pecado de la sodomía, que hasta entonces morían a pedradas o colgados de la horca.
Los guerreros que conquistaron América realizaron algunos aportes dignos de consideración a la tecnología de las muertes ejemplares. En 1514, dos días antes de eso que llaman descubrimiento del océano Pacífico, el capitán Vasco Núñez de Balboa aperreó a cincuenta indios que ofendían a Dios practicando el abominable pecado contra natura. En
lugar de quemarlos vivos, los arrojó a los perros especializados en la devoración de carne humana. El espectáculo tuvo lugar en Panamá, a la luz de las hogueras. El perro de Balboa, Leoncico, que cobraba sueldo de alférez, lució su maestría en el arte del destripe.
Casi cinco siglos después, en mayo de 1997, en la pequeña ciudad brasileña de Sao Gonzalo do Amarante, un hombre mató a quince personas, y se suicidó de un tiro en el pecho, porque en el pueblo andaban diciendo que él era homosexual.
El orden que en el mundo impera desde la conquista de América, no ha tenido jamás la intención de socializar los bienes terrenales, que Dios libre y guarde, pero en cambio se ha dedicado fervorosamente a universalizar las más jodidas fobias de la tradición bíblica.
 
En nuestro tiempo, el movimiento gay ha ganado amplios espacios de libertad y respeto sobre todo en los países del norte del mundo, pero todavía quedan muchas telarañas ensuciando los ojos. Hay demasiada gente que todavía ve en la homosexualidad una culpa que no tiene expiación, un estigma imborrable y contagioso, o una invitación a la perdición que tienta a los inocentes: los pecadores, enfermos o delincuentes, según como se mire,
constituyen en cualquier caso un peligro público.
Numerosos homosexuales han sido y siguen siendo víctimas de los grupos de limpieza social que operan en Colombia y de los escuadrones de la muerte en Brasil, o de cualquiera de los energúmenos de uniforme policial o traje civil que en el mundo entero exorcizan sus demonios apaleando al prójimo, o cosiéndolo a puñaladas o balazos.
Según el antropólogo Luiz Mott, del Grupo Gay de Bahía, no menos de mil ochocientos homosexuales han sido asesinados, en los últimos quince años, en Brasil. «Se matan entre ellos», dicen las fuentes oficiosas de la policía, «son cosas de bichas». Que viene a ser exactamente la misma explicación que uno escucha a menudo sobre las guerras en África, son cosas de negros, o sobre las matanzas de indígenas en América son cosas de indios.
 
 
Puntos de vista, 5
Si las Santas Apóstatas hubieran escrito los Evangelios, ¿cómo sería la primeranoche de la era cristiana? San José, contarían las Apóstatas, estaba de mal humor. Él era
el único que tenía cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los
pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos de Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén. Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuró:
-Yo quería una nena.
  
 
Puntos de vista, 6
Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa.
 
 
Son cosas de mujeres, se dice también.
El racismo y el machismo beben en las mismas fuentes y escupen palabras parecidas.
Según Eugenio Raúl Zaffaroni, el texto fundador del derecho penal es El martillo de las brujas, un manual de la Inquisición escrito contra la mitad de la humanidad y publicado en 1546.
Los inquisidores dedicaron todo el manual, desde la primera hasta la última página, a justificar el castigo de la mujer y a demostrar su inferioridad biológica. Ya las mujeres habían sido largamente maltratadas por la Biblia y por la mitología griega, desde los tiempos en que la tonta de Eva hizo que Dios nos echara del Paraíso y la atolondrada de Pandora destapó la caja que llenó al mundo de desgracias.
«La cabeza de la mujer es el hombre», había explicado San Pablo a los corintios, y diecinueve siglos después Gustave Le Bon, uno de los fundadores de la psicología social,
pudo comprobar que una mujer inteligente es tan rara como un gorila de dos cabezas.
Charles Darwin reconocía algunas virtudes femeninas, como la intuición, pero eran «virtudes características de las razas inferiores».
Ya desde los albores de la conquista de América, los homosexuales habían sido acusados de traición a la condición masculina. El más imperdonable de los agravios al Señor, quien, como su nombre lo indica, es macho, consistía en el afeminamiento de esosindios que «para ser mujeres sólo les faltan tetas y parir».
En nuestros días, se acusa a las lesbianas de traición a la condición femenina, porque esas degeneradas no reproducen la mano de obra. La mujer, nacida para fabricar hijos, desvestir borrachos o vestir santos, ha
sido tradicionalmente acusada, como los indios, como los negros, de estupidez congénita.
Y ha sido condenada, como ellos, a los suburbios de la historia.
La historia oficial de las Américas sólo hace un lugarcito a las fieles sombras de los próceres, a las madres abnegadas y a las viudas sufrientes: la bandera, el bordado y el luto.
Rara vez se menciona a las mujeres europeas que protagonizaron la conquista de América o a las mujeres criollas que empuñaron la espada en las guerras de independencia, aunque los historiadores machistas bien podrían, al menos, aplaudirles las virtudes guerreras. Y mucho menos se habla de las indias y de las negras que encabezaron algunas de las muchas rebeliones de la era colonial. Ésas son las invisibles; por milagro aparecen, muy de vez en cuando, escarbando mucho.
Hace poco, leyendo un libro sobre Surinam, descubrí a Kaála, jefa de libres, que con su vara sagrada conducía a los esclavos fugitivos y que abandonó a su marido, por ser flojo de amores, y lo mató de pena.
Como también ocurre con los indios y los negros, la mujer es inferior, pero amenaza.
«Vale más maldad de hombre que bondad de mujer», advertía el Eclesiastés (42,14).
Y bien sabía Ulises que debía cuidarse de los cantos de las sirenas, que cautivan y pierden a los hombres.
No hay tradición cultural que no justifique el monopolio masculino de las armas y de la palabra, ni hay tradición popular que no perpetúe el desprestigio de la mujer o que no la denuncie como peligro.
Enseñan los proverbios, trasmitidos por herencia, que
la mujer y la mentira nacieron el mismo día y que palabra de mujer no vale un alfiler, y en la mitología campesina latinoamericana son casi siempre fantasmas de mujeres, en busca de venganza, las temibles ánimas, las luces malas, que por las noches acechan a los caminantes. En la vigilia y en el sueño, se delata el pánico masculino ante la posible invasión femenina de los vedados territorios del placer y del poder; y así ha sido desde los siglos de los siglos.
Por algo fueron mujeres las víctimas de las cacerías de brujas, y no sólo en los tiempos de la Inquisición.
Endemoniadas: espasmos y aullidos, quizás orgasmos, y para colmo de escándalo, orgasmos múltiples. Sólo la posesión de Satán podía explicar tanto fuego prohibido, que por el fuego era castigado. Mandaba Dios que fueran quemadas vivas las pecadoras que ardían.
La envidia y el pánico ante el placer femenino no tenían nada de nuevo. Uno de los mitos más antiguos y universales, común a muchas culturas de muchos
tiempos y de diversos lugares, es el mito de la vulva dentada, el sexo de la hembra como boca llena de dientes, insaciable boca de piraña que se alimenta de carne de machos. Y en este mundo de hoy, en este fin de siglo, hay ciento veinte millones de mujeres mutiladas del clítoris.
No hay mujer que no resulte sospechosa de mala conducta. Según los boleros, son todas ingratas; según los tangos, son todas putas (menos mamá).
En los países del sur del mundo, una de cada tres mujeres casadas recibe palizas, como parte de la rutina conyugal, en castigo por lo que ha hecho o por lo que podría hacer:
-Estamos dormidas -dice una obrera del barrio Casavalle, de Montevideo-.
Algún príncipe te besa y te duerme. Cuando te despertás, el príncipe te aporrea.
Y otra:
-Yo tengo el miedo de mi madre, y mi madre tuvo el miedo de mi abuela.
Confirmaciones del derecho de propiedad: el macho propietario comprueba a golpes su derecho de propiedad sobre la hembra, como el macho y la hembra comprueban a golpes su derecho de propiedad sobre sus hijos.
Y las violaciones, ¿no son, acaso, ritos que por la violencia celebran ese derecho? El violador no busca, ni encuentra, placer: necesita someter. La violación graba a fuego una marca de propiedad en el anca de la víctima, y es la expresión más brutal del carácter fálico del poder, desde siempre expresado por la flecha, la espada, el fusil, el cañón, el misil y
otras erecciones. En los Estados Unidos, se viola una mujer cada seis minutos. En México, una cada nueve minutos.
Dice una mujer mexicana:
-No hay diferencia entre ser violada y ser atropellada por un camión, salvo que después los hombres te preguntan si te gustó.
Las estadísticas sólo registran las violaciones denunciadas, que en América latina son siempre muchas menos que las violaciones ocurridas. En su mayoría, las violadas callan por miedo. Muchas niñas, violadas en sus casas, van a parar a la calle: hacen la calle, cuerpos baratos, y algunas encuentran, como los niños de la calle, su morada en el asfalto.
Dice Lélia, catorce años, criada a la buena de Dios en las calles de Río de Janeiro:
-Todos roban. Yo robo y me roban.
Cuando Lélia trabaja, vendiendo su cuerpo, le pagan poco o le pagan pegándole. Y cuando roba, los policías le roban lo que ella roba, y además le roban el cuerpo.
Dice Angélica, dieciséis años, arrojada a las calles de la ciudad de México:
-Le dije a mi mamá que mi hermano había abusado de mí, y ella me corrió de la casa.
Ahora vivo con un chavo, y estoy embarazada. Él dice que me va a apoyar, si tengo niño.
Si tengo niña, no, dice.
«En el mundo de hoy, nacer niña es un riesgo», comprueba la directora de la UNICEF.
Y denuncia la violencia y la discriminación que la mujer padece, desde la infancia, a pesar de las conquistas de los movimientos feministas en el mundo entero. En 1995, en Pekín, la conferencia internacional sobre los derechos de las mujeres reveló que ellas ganan, en el mundo actual, una tercera parte de lo que ganan los hombres, por igual trabajo realizado.
De cada diez pobres, siete son mujeres; apenas una de cada cien mujeres es propietaria de algo. Vuela torcida la humanidad, pájaro de un ala sola.
En los parlamentos hay, en promedio, una mujer por cada diez legisladores; y en algunos parlamentos no hay ninguna.
Se reconoce cierta utilidad a la mujer en la casa, en la fábrica o en la oficina, y hasta se admite que puede ser imprescindible en la cama o en la cocina, pero el espacio público está virtualmente monopolizado por los machos, nacidos para las lides del poder y de la guerra.
Carol Bellamy, que encabeza la agencia UNICEF de las Naciones Unidas, no es un caso frecuente. Las Naciones Unidas predican el derecho a la igualdad, pero no la practican: al nivel alto, donde se toman decisiones, los hombres ocupan ocho de cada diez cargos en el máximo organismo internacional.
 
 
La mamá despreciada
Las obras de arte del África negra, frutos de la creación colectiva, obras de nadie, obras de todos, rara vez se exhiben en pie de igualdad con las obras de los artistas que se consideran dignos de ese nombre. Esos botines del saqueo colonial se encuentran, por excepción, en algunos museos de arte de Europa y de los Estados Unidos, y también en algunas colecciones privadas, pero su espacio natural está en los museos de antropología.
Reducido a la categoría de artesanía o de expresión folklórica, el arte africano es digno de atención, entre otras costumbres de los pueblos exóticos.
El mundo llamado occidental, acostumbrado a actuar como acreedor del resto del mundo, no tiene mayor interés en reconocer sus propias deudas. Y, sin embargo, cualquiera que tenga ojos para mirar y admirar, podría muy bien preguntarse: ¿Qué sería del arte del siglo veinte sin el aporte del arte negro? ¿Hubieran sido posibles, sin la mamá africana que les dio de mamar, las pinturas y las esculturas más famosas de nuestro tiempo?
En una obra publicada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, William Rubin y otros estudiosos han hecho un revelador cotejo de imágenes. Página tras página, se documenta la deuda del arte que llamamos arte con el arte de los pueblos llamados primitivos, que es fuente de inspiración o plagio.
Los principales protagonistas de la pintura y de la escultura contemporáneas han sido alimentados por el arte africano, y algunos lo han copiado sin dar ni las gracias.
El genio más alto del arte del siglo XX, Pablo Picasso, trabajó siempre rodeado de máscaras y tapices del África, y ese influjo aparece en las muchas maravillas que dejó.
La obra que dio origen al cubismo, Les demoiselles d’Avinyó (las señoritas de la calle de las putas, en Barcelona) brinda uno de los numerosos ejemplos. La cara más célebre del cuadro, la que más rompe la simetría tradicional, es la reproducción exacta de una máscara del Congo, que representa una cara deformada por sífilis, expuesta en el Museo Real del África Central, en Bélgica.
Algunas cabezas talladas por Amadeo Modigliani son hermanas gemelas de máscaras de Mali y Nigeria.
Las franjas de signos de los tapices tradicionales de Mali
sirvieron de modelo a las grafías de Paul Klee.
Alguna de las tallas estilizadas del Congo o de Kenia, hechas antes de que Alberto Giacometti naciera, podrían pasar por obras de Alberto Giacometti en cualquier museo, y nadie se daría cuenta.
Se podría jugar a las diferencias, y sería muy difícil adivinarlas, entre el óleo de Max Ernst, Cabeza de hombre, y la escultura en madera de la Costa de Marfil, Cabeza de un caballero, que pertenece a una colección privada de Nueva York.
La Luz de luna en una ráfaga de viento, de Alexander Calder, contiene un rostro que es el clon de una máscara luba, del Congo, ubicada en el Museo de Seattle.

 — Eduardo Galeano; "Patas Arriba" —